Las primeras obras representan una cápsula fascinante para el análisis de la trayectoria de un cineasta. En esa cápsula se contiene lo que pudo haber sido y no fue, lo que pudo haber sido y ha sido, lo que ha sido y nadie se había imaginado que fuera a ser. El epítome de esta fascinación que representan las primeras obras es, por supuesto, Orson Welles. Al ver el montaje fragmentario de la batalla de Campanadas a medianoche o la narración multipolar de Fraude, casi inevitablemente nos remitimos a Ciudadano Kane: aunque en apariencia ni uno ni otra se encuentran en el debut de Welles, se tiene la invencible sensación de que sí, y al cabo, tras una revisión atenta, se confirma que efectivamente; o tal vez no, tal vez resulte imposible detectar el germen por más que se intente y así, de este modo, incluso se incremente la estima que sentimos por el autor. También puede ocurrir que una primera obra nos deslumbre y luego, con cada nueva entrega del cineasta, con cada nueva confianza que le entregamos, lo que se incremente sea la decepción y terminemos abandonando a quien una vez pensamos que sería un compañero para siempre; o a la inversa, que tras un comienzo titubeante se haya hecho, título a título, un hueco cada vez más holgado en nuestro archivo personal de preferencias, hasta alcanzar la posición de imprescindible.
El ciclo ‘Inéditos. Talentos del siglo XXI’ ofrece la posibilidad de realizar esta operación de análisis germinal al presentar las primeras obras de algunos de los descubrimientos más convincentes que han irrumpido en el panorama internacional en los últimos 15/20 años; no hay aquí, por tanto y por fortuna, ninguno que encaje en el apartado “flor de un día”. Bilge Ceylan, Apichatpong Weerasethakul, Asghar Farhadi, Cristian Mungiu… son nombres cuya filmografía justifica sobradamente el reconocimiento que han obtenido, y tener la posibilidad de conocer su manantial es una oferta que el cinéfilo no debería dejar escapar. Ante todo por dos motivos: porque esas primeras obras suelen conllevar casi siempre unas condiciones de producción más parcas que las de títulos sucesivos, de modo que puede apreciarse mejor el ingenio que el cineasta tuvo que emplear para escapar de la camisa de fuerza de la escasez; y porque la nómina de elegidos es tan varia en sus propuestas como en sus nacionalidades, y así el ciclo resultante de los doce títulos programados es un lienzo completísimo que prueba que al cine hoy, pese a tantos predicadores del Apocalipsis, aún le quedan muchos territorios por explorar y voces que celebrar.
(El Norte de Castilla, 24/10/2015)