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Eduardo Roldán

ENFASEREM

Riesgo dispar – Ciclo 'Inéditos. Talentos del s. XXI'

El ciclo ‘Inéditos. Talentos del s. XXI’ se ha estrenado con apuestas arriesgadas y de resultado dispar.

Los más grandes héroes, del danés Thomas Vinterberg, es sin duda el título más popularmente digerible de todos los mostrados en el ciclo. Road movie en clave de comedia negra, parte del descubrimiento por un par de atracadores de bancos de que uno de ellos tiene una hija y ha de tomarla a su cargo, noticia que recibe pocas horas antes de que se le agote el permiso carcelario. Descubrimiento que no es sino la excusa para desencadenar la marcha; un segundo hecho —el ajusticiamiento del padre adoptivo de la hija, debido a los malos tratos que le propina— funciona de modo similar, como una suerte de llenado del depósito del coche dramático para continuar la huida, que es en definitiva lo que cuenta; el que el objetivo del viaje resulte confuso o sencillamente no exista importa poco: es en el camino donde se van anudando las relaciones de los personajes, y con ellas destilándose los temas —la paternidad, el peterpanismo, un futuro de poca esperanza— y el tono —gamberro y refrescante, con alguna pincelada surrealista—. La puesta en escena resulta deliberadamente tosca y más monótona de lo deseable, con el primer plano como recurso omnipresente.

Por su parte Kasaba, debut del cineasta turco Nuri Bilge Ceylan, era uno de los títulos que se esperaban con más ansia, pero como con frecuencia ocurre, el deseo se ha topado de bruces con la realidad y quedado solo el desencanto, o el desencanto parcial. Porque el retrato cotidiano del pueblo en la primera mitad presenta interés, y ahí Ceylan apunta ya algunos rasgos —plenamente desarrollados en esas dos obras incontestables que son Tres monos y Érase una vez en Anatolia— reconocibles de su mirada posterior: la originalidad y precisión de las composiciones, el gusto por la observación del gesto del actor, el uso del fuera de campo. Lástima que a partir del momento en que arranca la escena de la hoguera el film se arruine, también retrospectivamente. Esta larguísima escena verbal es tediosa hasta el sueño, y no desde luego por el hecho en sí de la charla —la palabra bien llevada es puro cine— sino porque es falsa de principio a fin, con todos los personajes exponiendo peripecias —tópicos mil veces oídos— de sus vidas pasadas que todos ellos conocen: o sea que su única función es que el espectador se entere, pecado imperdonable que Ceylan, por otro lado siempre más visual que verbal, no volvería a repetir, o solo con cuentagotas.

El cine del griego Yorgos Lanthimos despierta una polaridad visceral. Entre Michael Haneke y David Lynch, existe como en el del primero un desapego helado en la mirada que contribuye al desasosiego de lo que muestra mucho más que si se prefiriese, según la tendencia mayoritaria hoy día, subrayar con zums o golpes de sonido la intensidad del momento. Y como en el de Lynch, uno no puede sacudirse la sensación de que algo se le escapa, de que debajo de esas imágenes con frecuencia domésticas late un peligro, un secreto oscuro que deberíamos aprehender y no somos capaces: es un cine que dice siempre más de lo que muestra —como debe ser—. Esta sensación de porosidad se mezcla con la de extrañamiento, potenciada por el retrato de unos personajes capaces de realizar las conductas más excéntricas —una mujer que se aspira del vestido las migas de la comida en lugar de sacudírselas; un policía que recrea la escena de distintos crímenes como si se tratase de un guiñol absurdo— con la mayor naturalidad; extrañamiento que en Kinetta se acentúa debido a su condición de film casi mudo (el único alivio para la sonrisa se da en el intercambio sobre el agua del grifo). Potentísimo creador de atmósferas, el rechazo frontal que a veces recibe no es prueba de una realización fallida sino de lo contrario.

(El Norte de Castilla, 28/10/2015)

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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