Ya tenemos respuesta. El Tribunal Supremo de Estados Unidos se ha pronunciado por fin sobre ese derecho un tanto nebuloso a este lado del Atlántico que allí llaman histórico, el del “pueblo (americano, se entiende) a poseer y portar armas”: la famosa Segunda Enmienda, que data de 1791. El conflicto nació a raíz de una disposición del año 76 por la que el distrito de Columbia prohibió a sus ciudadanos la posesión de armas de bajo calibre. Una señorita se paseó hasta el tribunal más cercano y alegó que el gobierno local no podía negarle un derecho constitucional. Cualquiera diría que para darle la razón legal a esta señorita no hacía falta tanto tiempo (la justicia prefiere pisar lento y seguro, aunque ello no asegura que el fallo salga luego escrito con renglones torcidos). El distrito de Columbia ha tenido buena voluntad pero malos abogados. Aunque el tanteo final – jueces pro: 5; jueces anti: 4 – haya sido más ajustado de lo que cualquiera hubiera sospechado en un principio, al final la sorpresa no ha saltado y la liebre de la razón natural se ha quedado en la chistera oscura de la burocracia, esperando un mejor momento que acaso nunca llegue.
¿Y cómo han reaccionado los ínclitos candidatos? No sólo Johnny McCain ha cogido su fusil verbal, y a lo mejor también el otro, made in Vietnam, y ha aireado su previsible euforia con ardor guerrero y verbo trabado; también Obama ha expresado su arraigada convicción, “desde siempre”, a llevar una Magnum en la guantera o a guardar, bien mullidito y al alcance del sueño, un calibre 35 bajo la almohada. Obama pasa por radical pero en ciertos temas rebasa a Berlusconi por la derecha. Y más de un mes a esta parte, justamente desde el punto y final del Supremo que comentamos; esta renuncia al discurso que le es más propio – quizá un tanto vacío, de acuerdo, pero no más que el de cualquier otro busto electoral, de allí y de cualquier sitio – no me mola un pelo: ya ha perdido 5 puntos en el favor popular y puéstose a nivel de Maki Navaja McCain. De insistir en la búsqueda del centro, esa ilusión del político sin ideas ni fines, en noviembre le veremos con viento fresco de vuelta a la ciudad del ídem, y sin Sinatra que le cante.
Aunque en el tema armas la posición de Obama tampoco ha de sorprender. Uno hubiera querido se desmarcase de la masa, pero a veces resulta imposible luchar contra los elementos o contra los asesores de imagen. Porque, en contra de la tendencia europea general que identifica al yanqui de fuego con un profundo paleto del Sur o un acólito de Governator Schwarzenegger, son 7 de cada 10 los americanos que están por el aquí mi fusil, aquí mi pistola, demócratas cosmopolitas incluidos. El problema de tener algo es que al final se acaba utilizando. Nadie necesita un móvil hasta que se lo regalan. Se empieza por comprar una pistola y se termina como Homer Simpson, abriendo a tiros la lata de cerveza. Es otra contradicción más de un país fascinante y plagado de ellas (quizá por ello fascinante), cuyo valor supremo – la libertad – es tratado como el Stradivarius al que el dueño sólo permite mirar en la distancia, sin darse cuenta de que a veces hay que tocarlo, barnizarlo, en definitiva manosearlo un poco para que suene mejor.
(El Norte de Castilla, julio de 2008)