Los diez largometrajes que más han recaudado en el recién extinto 2016 son películas cuyos títulos, salvo un par, se basan en personajes creados hace años, casi todos por el cómic, o son > —palabro infame— o secuelas de bombazos anteriores. La originalidad y el riesgo no interesan, y surge así la cuestión de la gallina productiva o del huevo consumidor: ¿quién tiene la culpa? ¿Recae toda en la insaciable industria, que prefiere jugar solo los naipes confortables de lo conocido y reducir al mínimo las variables que podrían minorar el margen de beneficios?
La respuesta es no. El argumento de que la gente solo consume capitanes Américas y animales animados porque es lo único que le ofrecen no puede sostenerse sin rubor; existe una oferta variada y accesible de cine audaz, y aunque no tenga una publicidad tan aplastante ni una vida tan larga como la de las macroproducciones, ello tampoco la convierte en invisible. La lista es la que es porque el espectador ha querido que sea, es el espectador el que prefiere la masticada rutina y que le repitan los códigos archisabidos, tener la certeza de que el héroe es muy bueno —superhéroe— y el villano muy pero que muy malo, y mejor Han Solo conocido que personaje por conocer. Lo cual que el espectro de sensaciones que se pierde con el vacío dramático de estos productos hay que llenarlo de alguna manera, mucho ruido de explosiones y muchos fuegos artificiales, y así estos largometrajes de vocación exclusivamente monetaria consisten en esencia en una sucesión de largas secuencias de volteretas y trompazos con breves interludios de diálogo expositivo para tomar aliento. El espectador, pues, no es el inocente que pintan las editoriales ni las tribunas de opinión, indefenso ante el ogro negro de Hollywood que quiere acabar con la cultura. El espectador gasta su dinero en lo que le da gana, sin pistola en la sien que le obligue a ello, y siempre podría, incluso, no gastarlo.
(El Norte de Castilla, 5/1/2017)