Al margen de las formas puramente físicas —esos índices acusadores al señor sentado en la bancada de enfrente; esos ademanes como golpes de kárate para puntuar su parlamento; esas sonrisas de desdén, tan falsas que acuden a sus rostros antes de que hayan terminado de escuchar aquello de lo que han comenzado a mofarse—, muchas veces tan ilustrativas, si no más, que lo que dicen, si hay algo que descorazona y enerva de la gran mayoría de las intervenciones orales de la clase política es la facilidad con que prostituyen el sentido más básico de las palabras.
La palabra es punto de encuentro entre quien habla y quien escucha, mano tendida y apretada, sinapsis de voluntad y aceptación. Y para que la conexión se produzca, ha de haber un pacto previo, implícito, que constate el contenido de lo que se transmite, la carga semántica, su valor comunicativo. Por supuesto, las palabras tienen sentidos plurales —esa es su gran riqueza y misterio—, y se les puede dar otro distinto al literal o más común, incluso el opuesto. Pero no hablamos aquí de ironía (de la que los políticos carecen) ni de los otros muchos recursos expresivos que la lengua ofrece; cuando el político habla, lo hace justamente en esos sentidos mencionados, el literal, el directo, el más común: tanto él como quien le escucha tienen una idea similar de a qué se está refiriendo. La violación del pacto es pues más obscena, por evidente, y más grave, por referirse con frecuencia a conceptos medulares para articular la convivencia.
La violación de este pacto implícito ha alcanzado su epítome más triste con las embestidas separatistas del señor Puigdemont. Para Puigdemont las palabras <<respeto democrático>> significan algo que a muchos nos resulta su opuesto. Así con <<independencia judicial>>. O con <<autonomía>>. Acaso lo que haga falta para deshacer el entuerto sea poner a Lázaro Carreter de árbitro parlamentario, con sus dardos preparados. Solo que —ay— eso ya no es posible.
(El Norte de Castilla, 8/7/2017)
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