Ha pasado un cuarto de siglo desde la jarana sevillana de despedida de la EXPO, y la España universal y cosmopolita, que también los Juegos de Barcelona de aquel año simbolizaron, ha quedado convertida en un territorio anímicamente roto, confuso, enfrentado y harto. ¿Qué se celebra hoy, entonces? Acaso el canto del cisne de una idea bella e imposible, como tantas ideas bellas. (Aunque en Latinoamérica llaman a la efeméride <<Día de la Raza>>, lo cual resulta bastante incongruente con el espíritu de abolición de fronteras y fraternidad entre iguales que se supone se celebra.)
Habrá quien aproveche el día para afirmar el orgullo de sentirse español; habrá quien lo aproveche para afirmar que no se siente español en absoluto. Uno y otro confunden los postres de mamá con el sello del pasaporte. Sentirse o no sentirse español es tan relevante como sentirse o no sentirse marciano. Uno es o no es español, se sienta como se sienta, no hay aquí margen para los afectos del corazón, ni grados ni distingos: <<Yo soy español para la selección de fútbol y Rafa Nadal, para lo demás soy asturiano>>; <<Yo me siento español un poquito, no mucho>>; <<Yo me siento lo normal>>. Parece el comienzo de una farsa de Jardiel. Que es lo que el abanico del nacionalismo, desde el Romanticismo hasta Hitler hasta hoy, ha hecho siempre en el fondo: apelar a la víscera para intentar sacar la mayor tajada de poder fáctico, enmascarar el árido toma y daca de la política en la retórica del sentimentalismo más facilón.
También un doce de octubre nació Dionisio Ridruejo, que si no por otra cosa merece al menos la gratitud de quienes no tenemos la dicha de hablar catalán, pero hemos podido zambullirnos en ‘El cuaderno gris’ gracias a él. A Pla se le llamó <<catalán universal>>, pero Pla poseía una ironía, que es siempre una distancia, de la que el nacionalismo carece, y que le permitía remacharse la boina sin encarcelarse el pensamiento. ¿Es tan imposible una armonía así?
(El Norte de Castilla, 12/10/2017)
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