Ahora que los estados han dejado de ser territorios soberanos dotados de órganos de gobierno para convertirse en marcas, bien puede considerarse a las grandes multinacionales gobiernos de un estado sin fronteras, gobiernos de territorio global/virtual con su propia jerarquía administrativa y sus propias reglas de funcionamiento. La única diferencia sustancial con los partidos territoriales es que las multinacionales no convocan a la clientela periódicamente para que corroboren o repudien su gestión, sino que la vigilancia que ejerce el cliente es continua, lo que exige a las multinacionales un autoanálisis también continuo, y una renovación de y en los productos ofertados (que esta suela ser apenas una modificación cosmética es otro tema) tan frecuente como sea posible. <<Renovarse o morir>> es la máxima que rige la actuación de estos plurigobiernos, sabedores del ansia insaciable de novedades que tiene el cliente. La otra máxima esencial es que la oferta crea la demanda, y de este modo ellos mismos son los que incentivan el ansia del consumidor, lo que al tiempo repercute en su labor, una manera de obligarse a no dormirse en los activos alcanzados. Y que no pare la rueda.
Quizá ningún gobierno como el gobierno Apple haya llevado más lejos esta filosofía, según les gusta decir. Al extremo de pasar la rueda de rosca. No solo no dejan de ofrecer sino que lo que ofrecen nace condenado, con fecha de caducidad incorporada, para que, por si las dudas, el cliente tenga a la fuerza que votarles otra vez. El casi monopolio absoluto corrompe casi absolutamente. El objetivo es mantenerse en la cima, al precio —literalmente— que sea, y si para ello hay que retorcer la verdad un poco (solo un poco y por omisión), bueno, es en realidad en beneficio del cliente. Funcionan pues como cualquier dictador, que también se veían obligados a veces a tomar decisiones pelín desagradables, un pogromo aquí, una censura allá, pero solo por el bien del pueblo.
(El Norte de Castilla, 25/1/2018)
@enfaserem