La fuga de la saga/fuga de Puigdemont parece haber llegado a su fin. Y como si de la primera ficha de una serpiente de dominó se tratase, la caída y el final de la fuga del líder ha desencadenado el final de las otras. La saga, sin embargo, se prolongará todavía algún mes más. Cuántos, es probable que solo lo intuya con cierta seguridad el propio líder; el resto podemos especular —dos y medio, tres—, pero tiene uno la sospecha de que andamos todos —observadores, participantes en pro y en contra, fieles de bandera ciega— a su rebufo: que ha diseñado un plan anexo al Gran Plan, un itinerario íntimo dentro del itinerario colectivo que no ha confiado ni a sus más cercanos allegados, y que si bien él tampoco conoce con exactitud los tiempos del mismo, los acontecimientos no dejan antes o después de corroborarlo, y así este plan terminará por arribar a la meta que Puigdemont ya ha previsto, lo que sin duda supondrá una poderosa inyección de adrenalina en el Gran Plan —cuál, esa es la otra incógnita central—.
El que el plan lo obligue a encarnar transitoriamente papeles que parecen distar de los épicos que atribuiríamos a un líder de tal altura no ha de llevar a error; con la consumación del plan, a esos papeles —de perseguido, de incomprendido, de abnegado mártir— se les otorgará un brillo retroactivo, y a Puigdemont mayor grandeza. Quizá esta condición velada de demiurgo la entrevió Boadella y fue la que lo decidió a personarse en los aposentos de Puigdemont; lástima la resolución trunca del intento de cumbre, pues si hay alguien con el bagaje suficiente para captar las sutilezas de personaje tan poliédrico, capaz de saber escuchar y prestar atención a lo que el otro expone, leer entre líneas, entregarse al momento, es el presidente de Tabarnia. De haber cuajado la cumbre, a todos nos habría ganado un sosiego que buena falta nos hace. Aparte de que pocas cosas menos gratas que un viaje en balde, y sobre todo con lluvia.
(El Norte de Castilla, 29/3/2018)
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