<<El rumor no es noticia>> fue en tiempos un, si no el, principio rector del credo periodístico. Y principio en acto. Incluso la prensa amarilla no llegaba a quebrarlo; podía doblarlo, sugerir entre líneas, pero cuando lo hacía no permitía que al lector le quedaran dudas de que la veracidad de la noticia resultaba neblinosa. Hoy el principio, como escribir cartas a mano y en papel, es el vestigio de una era remota. De hecho, hemos alcanzado un nuevo estadio; el rumor, para que funcionase, debía poseer un aroma de verdad, una textura de posibilidad fundada en un hecho conocido o posible.
Este mínimo requisito resulta ya ocioso. El más delirante y menos argumentado libelo puede hacer fortuna planetaria si el azar y la voracidad general por conocer de las miserias ajenas se confabulan. Con un barniz añadido, más descorazonador: el libelo no se ciñe a asuntos particulares, afecta a las más serias materias comunes y se viste con la dignidad de la noticia contrastada, de la ética informativa —columna vertebradora del periodismo, siquiera del periodismo teórico— para meter de rondón una acusación o denuncia que, aparte de herir al disparado, acarreará al tirador un beneficio directo o indirecto.
No hay pues inconsciencia en las ‘fake news’: hay una intención goebbelsiana por causar un daño muy concreto, y si se propagan como langostas es porque resultan efectivas. El aburrimiento monocorde y la falta de discriminación a que contribuye la saturación informativa facilita el fenómeno, y uno ya no sabe a qué o a quién dar crédito, si al tirador o al disparado. Más aun: el posible disparado puede acusar, como defensa preventiva, de tirador de ‘fake news’ a quien sospeche que tiene algo veraz, un hecho tangible que puede salir a la luz y ponerle en un aprieto. Así, para el ciudadano la confusión se ha vuelto casi sólida, y por pura salud mental muchos prefieren no tratar de discernir dónde se halla la verdad. Si es que se halla en algún sitio.
(El Norte de Castilla, 12/4/2018)
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