Acaso el primer intelectual que advirtió, en contra del rampante fervor de la época, de lo que el plástico traería en un futuro no tan lejano —circa 2000—, fuese Norman Mailer. Pero Mailer tenía una expansividad pantagruélica cuando se le colocaba un micrófono delante de la boca, y nadie hizo caso de aquella —parecía— obsesión con el plástico, que le llevó hasta a despotricar contra el condón. Salvo en este aspecto, hoy hemos de admitir que Mailer se quedó corto. Un cálculo en absoluto catastrofista estima que solo el mar alberga unos 150 millones de toneladas de plástico, y que para dentro de treinta años su peso habrá superado al de los peces. Globalmente apenas reciclamos el 10 % del plástico empleado, y el que a partir del primero de julio comiencen a cobrarse las bolsas en todos los comercios más parece un apaño cosmético destinado a depurar la conciencia del consumidor —y de paso sacar unos céntimos a mayores— que una medida efectiva. Pues en este asunto, como en el asunto-marco del cambio climático, mientras no se dé un acuerdo general y consensuado, sin fronteras, del peligro que implica y de las acciones a tomar, no habrá mejoras sostenidas, materiales. Que es como decir mientras no se produzca un milagro. No se trata de creer o no creer en la catástrofe plástica o en el cambio climático, de igual modo que uno no <<cree>> en la ley de la gravedad: la gravedad es, como la catástrofe. Y si la mayoría no discute la alarmante situación, en el fondo no termina de aceptarla: no por una actitud de egoísmo, lucrativa (salvo casos puntuales; verbigracia, Donald Trump), sino por falta de convencimiento real; como ocurre con la muerte, sabemos que a nosotros —algún día— también nos llegará, pero hasta que no nos llega no terminamos de asumirlo. Y entonces ya no importa, entonces ya es tarde. Claro que igual colonizamos Marte antes de que el plástico colonice la Tierra, y podemos empezar allá de nuevo… ¿para cometer el mismo error?
(El Norte de Castilla, 21/6/2018)
@enfaserem