El teatro es un feudo anegado de supersticiones. No vistas nunca de amarillo; <<Mucha mierda, compañero>>; rosas en el camerino sí, claveles jamás. Se trata de dominar el destino que no se puede dominar, de controlar los imprevistos siquiera mediante una admitida ilusión. De entre las supersticiones, acaso la más poderosa recaiga sobre Macbeth: hay que referirse a ella como <<la obra escocesa>> y no por su título mientras uno se halle en el edificio de la representación (existen variaciones). Las raíces de la superstición se remontan hasta la compañía del propio Shakespeare, y desde entonces ha tenido mil y una encarnaciones, con muertes (reales) incluidas. ¿Cosa de las tres brujas de la obra?
A la vista de los resultados, la supuesta maldición de Macbeth no ha alcanzado la gran pantalla. De los muchos textos del Gran Bardo que se han visto sometidos al trasvase, tal vez solo Hamlet haya recibido un tratamiento más plural —pero no de tan alta calidad media—: Orson Welles, Roman Polanski, Béla Tarr… La nómina de cineastas de primer orden que ha querido honrar, con éxito, la obra maldita merece un aparte en el canon fílmico shakespereano. Pero ninguno la ha honrado en mayor grado que Akira Kurosawa, pese a que una visión superficial pueda inducirnos a creer lo contrario. Pues, ¿qué tiene que ver el Japón de los clanes feudales de mediados del siglo XV a mediados del XVI con la Escocia monárquica de comienzos del XVII? ¿Qué sentido tiene adaptar una cumbre del teatro occidental bebiendo en no poca medida de la tradición teatral japonesa? Estas y otras preguntas similares no solo inciden en la evaluación del resultado, sino que, precisamente por la lejanía aparente entre la obra original y la versión, el examen del trasvase de una a otra resulta más pertinente, y más aun cuando el vertido es Shakespeare, que epitomiza el problema, debido sobre todo al incomparable poder verbal de sus textos. (Kurosawa vertió otra vez a Shakespeare con un enfoque no menos arriesgado en la mucho más célebre, e incontestable obra maestra, Ran [1985], adaptación de Rey Lear).
Así, el problema de la adaptación es el problema de la fidelidad, y desde ya conviene acotar el contenido del término: fidelidad no es literalidad; una versión que respete el texto original puede ser fiel a la obra, pero también puede no serlo: en manos de un adaptador de talento, el pentámetro yámbico y las calzas de época pueden sustituirse por rimas de hip-hop y vaqueros por debajo del culo y el resultado ser más shakespereano. El baremo está en determinar cuál de las dos consigue hacer más vívido el corazón de la obra. Kurosawa siempre entendió esto, y por ello nadie ha conseguido transportar la densidad fatal del más grande orquestador de tragedias teatrales como el emperador occidental del cine nipón.
La más evidente diferencia entre Macbeth y Trono… se ha apuntado ya: las coordenadas espaciotemporales en que se enmarca la peripecia. Sobre la que recaen, desde el mismo comienzo, otras desviaciones. Una vez que los samuráis Taketoki (Macbeth en el original, interpretado por Toshiro Mifune) y Yoshiaki (Banquo, por Minoru Chiaki) han dado cuenta de los enemigos de su señor, se encuentran de regreso con una aparición espectral envuelta en niebla, que les vaticina el futuro de ambos —cada predicción consta de dos partes, y es el cumplimiento de las primeras lo que detona la tragedia, Lady Macbeth mediante-. Es decir: no solo no arranca con las brujas sino que no hay brujas (¡en Macbeth!); pero el desplazamiento de la aparición y la forma dada a esta resulta más intensa en un plano fílmico general, y en el concreto de la versión, más coherente. Otros cambios no menos audaces son los de la mayor actividad de Asaji (Isuzu Yamada, en Lady Macbeth) y el de la muerte dada a Taketoki/Macbeth, en un famosísimo clímax que es una de las escenas más poderosas, imborrables y precisas jamás filmadas. Dado que en la cultura samurái la muerte por decapitación es una muerte honorable, la ambición y el despotismo encarnados por Taketoki no la merecen; Kurosawa opta por aflechar a Taketoki con una lluvia tupida, y baste decir que las flechas son reales, pero que nadie lo creería viendo la escena (Mifune indicaba a los arqueros profesionales hacia donde iba a moverse con gestos de brazos, torso y cabeza, y en función de estos los arqueros disparaban: la flecha que le atraviesa el cuello es la única impostada, pero resulta imposible diferenciarla de las otras, ni concluir cómo se la consiguieron insertar. Tal es el milagro paradójico de la ficción).
Pero es la incorporación de elementos del teatro nõ —una de las tres corrientes tradicionales en Japón, más austera que la más conocida en Occidente kabuki y alejada de la bunraku (teatro de marionetas)— la apuesta más radical de Kurosawa para Trono…. Adiós al diálogo que parece haber sido más dictado por los dioses (o por los demonios) que escrito por un hombre, adiós a los soliloquios como purgas del alma —incluido el mítico: <<Mañana, y mañana, y mañana…>> de Macbeth al recibir la noticia de la muerte de Lady M.—: la catarata verbal ha dado paso a la gestualidad de junco, la voz en cuello a la réplica susurrada o muda, el sudor y las venas en la garganta a la máscara de talco. Y sin embargo la tragedia permanece, y permanece viva, tan actual como las crónicas de ajustes de cuentas que nos llegan desde Méjico. Es que el tema de la corrupción humana por la ambición es atemporal, o es atemporal en manos de un artista verdadero.
Cabría inferir, por lo dicho, que Trono de sangre pertenece a ese grupo desacreditado de filmes que se consideran <<teatrales>>. Nada más lejos. El prodigio de la alquimia que consigue Kurosawa es el de alumbrar un producto genuinamente cinematográfico —y cinemático: las escenas más estáticas no están en modo alguno muertas—, irrealizable en otro medio: la expresionista fotografía en blanco y negro, la niebla como metáfora de la profecía y el destino (en Kurosawa los accidentes meteorológicos son un personaje tan relevante, si no más, que cualquiera con piernas; por lo general la lluvia —Los siete samuráis, Ran— o el viento), el tempo imprimido en las escenas de combate a través de los cortes o su ausencia, o ese plano general en que se ve cómo el bosque despierta y se <<mueve>> hacia el castillo condenado (solución de puesta en escena fílmica de un arduo problema teatral tan original como lógica)… Todo ello en una síntesis orgánica de que solo el cine es capaz. El buen cine.
(La sombra del ciprés, 29/9/2018)
@enfaserem
Tít.: Kumonosu-jō (Trono de sangre)
Dir.: Akira Kurosawa
Int.: Toshiro Mifune, Isuzu Yamada, Takashi Shimura
Japón, drama, blanco y negro, 110 mins.