En Estados Unidos, los 50 fueron la década Norman Rockwell: barrios residenciales de setos uniformes, frigoríficos de acero y pin-ups sonrosadas y pecosas. Es a comienzos de esta década de póster satinado cuando Alfred Hitchcock retoma, tras un paréntesis británico de dos películas, su etapa americana. La de los 50 supondrá al cabo para el gran Hitch su particular década prodigiosa, aquella en la que firmará muchos de sus más memorables títulos, gracias a los cuales pudo al menos introducirse, aun sin que el propio público se apercibiera de ello, un soterrado y ambiguo desasosiego, una sombra de duda entre los productos de entretenimiento de la cultura de masas. Hitchcock concluyó los 50 con esa obra intachable que es Vértigo y esa delicia de la adrenalina y el despiste que es Con la muerte en los talones, pero la urgencia por saldar su contrato con Paramount, a quien debía todavía una película, le llevó a pujar por una novela de quiosco de escritura diáfana y turbia trama, que horrorizó a la productora ya antes de ser filmada. Por supuesto, nadie hoy en la major de la montaña nevada admitiría este extremo, y sobre la tumba de su madre – o sobre el capó de su Ferrari – jurarían que apoyaron el proyecto desde el principio: y es que con un presupuesto muy inferior a los que solía manejar, que no alcanzó el millón de dólares, el cineasta del puro con papada terminaría puliendo la que a la postre se convertiría en su película más productiva, económica y artísticamente: cincuenta años después de su estreno seguimos discutiéndola.
Viene esto a cuento de que, en contra de lo que al espectador despistado o neófito le puedan sugerir sus imágenes, Psicosis es una de las películas tardías de Hitchcock, de hecho podría considerarse que con ella se abre su tercera etapa si no fuera por que, pese a compartir elementos con otras cintas previas y posteriores, dentro de la filmografía hitchcockiana Psicosis ha de considerarse un oasis en blanco y negro. Y ello más allá de su filiación cromática, aunque ésta resulte imprescindible en muchos casos para tratar las otras singularidades del filme.
El título original – Psycho, es decir, “psicópata” – deja mucho más claro que el traducido dónde va a gravitar el meollo del asunto. Se ha dicho que, en Psicosis, Hitchcock cometía la aberración aristotélica de cargarse al protagonista al final del primer acto. No es verdad: Marion Crane (Janet Leigh) funciona sólo como excusa, algo así como un macguffin rubio con el que justificar la escena de la ducha; su muerte puede verse como un ejemplo cruel de justicia divina – de justicia diabólica -: ha cometido el pecado del robo y va a parar al infierno, donde es ajusticiada por Satán (que no tiene madre virgen sino una falsa madre). Pero en cualquier caso Marion Crane es sólo la mensajera que pasa el testigo del interés al verdadero protagonista del partido, el Satán-psicópata Norman Bates (Anthony Perkins), que ya no lo soltará hasta el final. Prueba de este protagonismo es que el drama personal de Bates – el trastorno de identidad disociativo que padece – es el motor, y por tanto también el drama, de la película.
Si en el psicópata reside el interés de la película, el interés del psicópata reside en su cabeza. Hitchcock, eligiendo como piedra angular del asunto un espacio tan nebuloso como una cabeza – y más una cabeza enferma –, apuesta el resto a todo o nada. Sólo los más grandes – Buñuel, Fellini, Kurosawa, el Bergman de Fresas Salvajes – han jugado en el campo de los sueños, de lo simbólico, y salido victorioso. La propia naturaleza de la imagen fílmica es siempre realista – muestra una cosa – y simbólica – nos remite a otra -; por ello resulta peligrosísimo, y sumamente difícil, presentar en pantalla un sueño o una imagen simbólica, pues el sueño/símbolo presentado remitiría a su vez a otro símbolo, y se corre el riesgo de dejar en el espectador un residuo vago, confuso, una especie de símbolo al cuadrado que no tenga más vinculación con lo que se quiere decir que un delgadísimo hilo, tan delgado que resulte imposible percibir. Hitchcock consigue sortear magistralmente este peligro con unas tramas cuidadas hasta el último fleco, al punto de que en muchas ocasiones el espectador se olvida por completo del lado simbólico y se queda sólo con la peripecia del crimen. Pero ese lado simbólico existe, y este maestro del silogismo, este maestro de la causa-efecto, fue además un apasionado estudioso de las corrientes sinuosas de la mente, y supo como nadie navegar por ellas. Psicosis supone, en este sentido, un maremoto cinematográfico.
La cabeza de Bates domina de tal manera el relato que, como defiende más de un psicólogo, hasta la mansión donde habita es una traslación de su mapa mental: el piso superior, donde se esconde el cadáver de la madre y tienen lugar las falsas conversaciones entre ambos (monólogo a dos voces), representaría el superyó, la superestructura moral, represiva, castrante de Bates; la entreplanta representaría al yo: el lugar donde recibe a la gente y muestra su comportamiento racional, donde quiere entablar relación con la huésped; y el sótano representaría el id, el ello, todas las pulsiones reprimidas (según Freud, la represión es la neurosis) del paciente, y es por dicho motivo que Bates esconde allí el cuerpo de la víctima, cuyo recuerdo también desearía enterrar en su cerebro.
Y es el momento de hablar del color, o sea de su falta. Existe la creencia generalizada de que la fotografía blanquinegra del filme se debió a la necesidad de “suavizar” el impacto que la sangre de la escena de la ducha podría tener en el respetable. Discrepo. Más bien parece la única opción posible para una cinta que, por primera vez en la historia, abordaba la mente de un asesino no como si ésta fuera un contenedor rebosante de desperdicios malignos y no reciclables, sino de una manera compleja, con todas las luces y todas las sombras psicológicas que acabamos de apuntar. El blanco y negro no fue, pues, un mero capricho de autor: basta compararla con la fotocopia colorista que perpetró Gus Van Sant en el 98 para darse cuenta de que ahí sobraban pigmentos y faltaba corazón. (Asimismo, no sería en absoluto imposible que también la rodase en b/n por tratarse, en definitiva, de la filmación de una pesadilla, o sea del revés de un sueño: y casi siempre soñamos en b/n.) Hay otros símbolos en Psicosis – el agua como elemento de la muerte (la ducha, el estanque), la taxidermia, etc. -, pero funcionan como mobiliario de la cabeza disociada de Bates, no como núcleo.
Todo lo señalado – el recortado presupuesto, el b/n, la psicología, la simbología – nos revela una película tremendamente audaz, rara, marginal. Así, la casi con seguridad más popular película del más popular de los cineastas de la Historia es en el fondo una cinta de serie B. Vemos que Hitchcock fue el mago del suspense y de algunas cosas más.
(La sombra del ciprés, febrero de 2010)