Cuando el mayor aliciente del único debate de campaña electoral de unas generales entre los dos líderes de los partidos mayoritarios es determinar cuántas veces pronunció cada uno la palabra > o interrumpió la intervención del otro, cuántas se llevó la mano al nudo de la corbata o el vaso de agua a la boca, queda claro que el único interés del intercambio no fue el contraste político entre las distintas propuestas presentadas – caso de que presentaran alguna – sino la promesa de sangre en vivo. Si lo vimos fue por la lucha, por el brillo, por la gota de sudor en la sien; lo vimos más con los ojos achinados del tirador que con los ojos abiertos de un público dispuesto a ilustrarse, a recibir sin orejeras las palabras de uno y otro lado. ¿Realmente hay alguien a quien el debate le haya cambiado su intención de voto, o que al menos se sentase ante la tele con la mente abierta a un posible cambio? Quizá, pero desde luego son una inmensa minoría de esos 12 millones de espectadores que nos dicen lo siguieron. Claro que tampoco se nos dio la oportunidad de abrir la mente y los oídos.

El día después aseguró que la barba ganó a la calva, con lo que por tanto cabría deducir fácilmente quién fue el perdedor. Pero el único perdedor fue el propio votante, a quien se le brindó un paripé de debate, un encuentro amañado en el que faltaban tantos participantes con derecho a estar que no importa quién se lleve al final mayor tajada, porque el bote ya se lo han repartido entre Rajoy y Rubalcaba antes de que se celebre el concurso. A quienes hubieran denunciado la ominosa Ley D’Hondt o la no menos ominosa cerrazón de listas, lo carísimo que resulta meter la papela en la urna, etc., todos esos temillas que el ciudadano no se explica y que culpablemente omiten los dos líderes omnipresentes, no se les dio tribuna, en una forma de censura disfrazada de buena educación que resulta, si cabe, más hipócrita. Fue un debate para el pueblo sin el pueblo.

(El Norte de Castilla, 10/11/2011)