Hace apenas una semana que el mercado del arte se superó a sí mismo y estableció un nuevo récord por el pago de una obra: 91,1 millones de dólares, por Rabbit (Jeff Koons, 1986), conejo de acero inoxidable que da la impresión de estar hecho con globos plateados, como los que se encuentran en las barracas de feria.
Pero el precio es lo de menos —pronto será superado—, como lo es la obra. Según leemos la noticia nos interrogamos sobre el sentido, la racionalidad de pagar tal cantidad por tal objeto, pero esto es solo un reflejo atávico, un residuo mental producto de una tradición intelectual adquirida que poco a poco se va depurando por mera evolución adaptativa, social, y que en unos años lo habrá hecho del todo (apenas es perceptible ya en las generaciones más jóvenes). Desde que Duchamp (y/o Elsa von Freytag-Loringhoven) introdujese(n) un urinario en un museo, la pregunta qué es el arte dejó de ser pertinente, porque ya solo cabía una respuesta: arte es todo aquello por lo que alguien paga como arte. La belleza, la capacidad de la obra de deleitar al espectador, de hacerle descubrir en sí mismo algo que desconocía, incluso de trascenderlo… Todo esto, al fin y al cabo criterios porosos y subjetivos, pasaron a ser prejuicios obsoletos de un tiempo anterior, que ningún valor tenían fuera de la curiosidad histórica. Si todavía algunos insisten en aplicar a una obra categorías estéticas, y por tanto morales, es porque el hombre prefiere el terreno conocido, aunque esté yermo, y porque la tribu de los apocalípticos se resiste, muchas veces por esnobismo, a integrarse.
Haríamos mejor todos en seguir el ejemplo de los hermanos Chapman, ese par que en 2003 adquirió la serie de los grabados originales de Los desastres de la guerra de Goya y tatuaron encima una esvástica, un monigote, una cara de payaso… ¿Por qué? Habían pagado por ellos y ahora los grabados eran suyos. ¿Es que se necesita otra razón?
(El Norte de Castilla, 23/5/2019)
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