De unos años a esta parte se había puesto de moda desdeñar a Harold Bloom, dinosaurio apolillado y elitista, el más representativo espécimen de un linaje a extinguir. Y acaso fuese inevitable que se tratase de la moda, pues si a algo se dedicó Bloom fue a plantarse contra la moda. Pero en tiempos de pensamiento único (y esto es una contradicción en términos) y de lo políticamente correcto llevado al rídiculo, una voz libérrima —que tampoco se genuflexiona ante la academia— constituye el blanco ideal, pese al caudal intimidante de su sabiduría (o quizá por este, al desvelar por contraste la pobreza impotente de los argumentos de sus justicieros, que así se irritan y atacan con mayor fe). Estos justicieros confunden igualdad con igualitarismo, y no entienden o no quieren entender que no toda obra merece el tiempo del lector ni que la literatura no es el territorio para ventilar discriminaciones sexuales o étnicas; una obra literaria puede tratar estas cuestiones, por supuesto, pero tales no pueden ser el barómetro primero con el que juzgarla. Bloom aplicó el barómetro contrario, mucho más simple y justo: la obra literaria como artefacto literario, a juzgar según criterios literarios, estéticos. (Dicho así, suena a perogrullo, pero basta echar un ojo al abanico de la crítica para darse cuenta de que ojalá lo fuera). Y recalquemos: la obra, no el autor; HB, al margen también de la corriente mayoritaria, evaluaba títulos, no nombres: así calificó Vineland, de su por lo general admiradísimo Pynchon, de <<completo desastre>>.
Este enfoque brutalmente honesto se funda en última instancia en, y quiere subrayar la insustituible necesidad de, la lectura. Su gran legado es la (re)afirmación de que leer es un acto esencialmente creativo. También lo es el ejercicio de la crítica —no un residuo para escritores frustrados y rencorosos— cuando se realiza con la honestidad, profundidad y gracia de este Charles Laughton letraherido e irrepetible.
(El Norte de Castilla, 17/9/2019)
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