Sabíamos que el arte era nutritivo para el alma. Lo que no sabíamos es que también puede ser nutritivo para el cuerpo. Quizá esto era lo que pretendía demostrar el performer que en la Art Basel de Miami ha despegado un plátano fijado a la pared con cinta adhesiva y se lo ha zampado con deleite. El plátano —de supermercado, sin ningún barniz o tratamiento— era la obra, y ya había sido vendido por la jugosa cantidad de 120.000 dólares; de hecho, se habían vendido tres plátanos. La propietaria se lo ha tomado con saludable humor: <<Yo había comprado una idea. Refleja nuestro tiempo, la absurdidad de todo>>. Este tipo de absurdo es un privilegio que solo se puede permitir la clase más pudiente y ociosa, pero no por privilegiado resulta menos extremo; como crítica no es original (el urinario de Duchamp tiene más de un siglo), e ideas hay infinitas más brillantes. Y gratis.
El mercado del arte, esa escalada de ocurrencias, recuerda a la fábula de El traje nuevo del emperador: el artista como los pícaros sastres que pretenden sacar partido del esnobismo y la inseguridad de la opinión propia frente a la de la masa. Con una diferencia: el artista, hoy, se barniza de Pepito Grillo moral, y pretende —eso afirma— despertar las conciencias, mostrar las contradicciones ilógicas de un fenómeno agotado.
O quizá no agotado. La obra comestible plantea alguna pregunta de interés casi metafísico u ontológico: el performer glotón, ¿vale ahora 120.000 dólares más que antes de ingerir el plátano? ¿Se ha convertido, por ese acto, él mismo en una obra de arte viviente? ¿Y qué ocurrirá cuando, siguiendo el curso natural del organismo, los restos del plátano no absorbidos se defequen? ¿Seguirán valiendo dinero como escultura, como en el cuento El canal del sufrimiento de Foster Wallace? ¿Y cómo separar la mierda —el arte— que corresponde al plátano de la que a otros alimentos ingeridos por el performer, sin otro valor que el de posible abono? Mmm…
(El Norte de Castilla, 12/12/2019)
@enfaserem