Cierta polémica ha generado el estreno simultáneo de El irlandés en salas comerciales y en una reafamada plataforma digital. O <<sala>>, en singular, pues que en muchas localidades solo se ha estrenado en una, y eso si se ha llegado a. El tono crepuscular del film; los participantes en él, pertenecientes a una época en que los mitos no caducaban a la semana de erigirse; el nombre del director, que durante la promoción escribió un artículo donde exponía que las franquicias de superhéroes ultradigitalizados no eran cine; la indudable calificación de cine, y de cine maestro, que sí tiene su film… Hay quien ha visto en El irlandés una suerte de canto fúnebre, el telón de un ciclo que —ay— no se volverá a levantar jamás, como no regresará el siglo en que nació.
¿Tiene sentido el canto? Sin duda sería más práctico sacudirse los hombros del lamento y resignarse a tratar de seguir el compás del signo de los tiempos. Pero resignarse no signfica convercerse, por mucho que uno se diga. El cine no cuenta con el prestigio, siquiera por superstición, con que todavía sí el libro de papel; y por entenderse antes que nada como <<entretenimiento>> —como si un ensayo filosófico tuviera que ser aburrido—, es decir como un elemento más de ese magma monstruoso e incansable que es el ocio, se da por supuesto que dejará definitivamente de ser lo que hasta ahora ha sido en breve tiempo, y que quedará solo como nicho arqueológico en ciertos festivales y en galerías de arte. El que el cinéfilo sepa que no tiene años bastantes para descubrir los muchos irlandeses, cine/cine, ya filmados no lo consuela; el cinéfilo quiere irlandeses nuevos, y verlos en sala oscura, con lo que tal conlleva. El cinéfilo, en fin, no puede cambiar de gustos, porque de gustos no se puede cambiar, pero tampoco permitir que el rito le quite el sabor a la nuez del asunto, aun en el salón de su casa y con flexo: el irlándes que no conoce, del siglo pasado o del próximo viernes.
(El Norte de Castilla, 26/12/2019)
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