Con el fin del calendario llega la explosión de cánones, que no deja rincón del panorama social/cultural sin jerarquizar. Hay aquí un sesgo paradójico. En una sociedad empeñada en establecer igualitarismos injustos (igualitarismos, no igualdad), existe a la vez la angustia por determinar a cuál de todos los elementos que constituyen el denso y grisáceo magma de la actualidad merece la pena prestar atención (tiempo, si no dinero). Aunque pretenda el hombre rebozar su pensamiento en relativismos compactos, ahogar el mérito bajo el principio de que todo vale y todo es una cuestión de gusto, la pulsión por discernir alguna certeza, siquiera provisional, no deja de latir en su interior. De ahí el canon.
Pero, ay, tampoco el canon ha permanecido impermeable a la realidad del magma. Porque ¿a qué canon atenerse? Incluso ciñéndose a los cánones emitidos por las autoridades (con perdón) más prestigiosas en el asunto, uno se encuentra con resultados disímiles, a veces con solo dos o tres puntos en común. Lo que solo incrementa el desconcierto y la ansiedad, y al cabo la resignación o el rechazo violento. Epicuro predicaba que más no siempre es más: el bienestar se optimiza alcanzado cierto punto, e insistir más allá de este solo trae —más cuanto más se insista— la ruina. Pero en una sociedad donde la magnitud de la oferta solo es comparable a la urgencia del consumo, Epicuro suena gagá, si es que todavía se le escucha alguna vez. El problema no es que todo sea una mierda, sino que hay muchas obras de mérito, y aun con el canon depurado (el canon de cánones que nos podamos haber armado), no nos logramos sacudir la angustia —<<¡Siguen siendo demasiadas!>>— ni la sensación de estar perdiéndonos alguna obra esencial que haya escapado al radar de los cánones. Así pues, solo queda abandonarse al azar o a la intuición, o regresar a esos territorios que, aun ya transitados, sabemos no nos fallarán. Lo que se pierde en novedad se gana en salud mental.
(El Norte de Castilla, 2/1/2020)
@enfaserem