En un comunicado de apenas diez líneas, Isabel II pronunció ocho veces la palabra <<familia>>. Tolstói dice al comienzo de Anna Karénina que todas las familias infelices tienen un motivo particular para sentirse desgraciadas. El motivo de la real británica no es un sentimiento de falta de utilidad, un vacío ontológico; la monarquía es una institución tan asentada en el (in)consciente colectivo del Reino Unido como su conciencia de singularidad, y hasta Mick Jagger ha sido investido Sir. Su desgracia es material, no conceptual. Viene de los propios miembros que la forman; de tanto en tanto uno de ellos se respinga y la imagen toda se tuerce por ósmosis. Y no es que el duque no hubiese dado indicios de la espantá, desde el brazalete nazi en una fiesta de estudiantes hasta los plurales dispendios que ha aireado sin rebozo, ya casado.

Pero no ha de entenderse todo esto como una rebeldía mal canalizada, tampoco como un intento por <<forjar un nuevo papel progresista en el seno de la institución>>. Ni don Enrique ni doña Meghan tienen nada contra la inercia monárquica, mucho menos son anarquistas de corazón que sueñen con una igualdad sin privilegios de cuna. Simplemente, como a otros díscolos anteriores, no les compensa el protocolo de reverencias y genuflexiones, de agendas minutadas hasta el último tenedor de postre; si ahora parece un escandaloso apocalipsis es solo porque la compensación mucho mayor. Claro que aunque vean reducidos sus ingresos, solo con lo obtenido en 2019 da para vivir confortablemente, incluso en la descocada California. Se comprende pues la ira del pueblo, pero hasta cierto punto; como con las enfermedades, hasta que uno no las padece no se hace una idea real de cuánto se sufre. La muerte a todos nos iguala, y los duques de Sussex son al fin y al cabo una pareja de recién casados que quiere vivir su vida. Ellos, si no de la manera más delicada, al menos han hecho frente a las circunstancias que les han tocado.

(El Norte de Castilla, 16/1/2020)

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