Es tan habitual en el cine de Hollywood que los negros desempeñen profesiones de prestigio —cirujanos, jueces, directores del FBI— que al espectador blanco —también a muchos estadounidenses— no se le pasa por la cabeza se trate de una fantasía. La ceguera se ve reforzada porque los referentes reales en los que el espectador se basa son igualmente profesionales de éxito: jugadores de baloncesto, cantantes de rap. La llegada de Obama a la Casa Blanca no hizo sino refrendar la fantasía, volverla real. Pero la realidad seguía siendo que el negro, que compone el 13% de la población, ocupa el 40% de las prisiones; que el hogar medio negro ingresa un 35% menos que el medio —no que el blanco, que el medio: incluidos hogares latinos e indios y del resto de razas—. Hoy, basta consultar las muertes negras por coronavirus, que Trump dice no entender, para constatar cómo ha cambiado esta realidad.
El debate en torno a la rodilla policial en el cuello de George Floyd se ha circunscrito casi en la totalidad a interrogarse si se trata del acceso racista de un solo individuo o es además síntoma de un cáncer institucionalizado. Pero antes de interrogarse sobre el hecho en sí de la rodilla en el cuello, hay que fijarse en los condicionantes que hacen que la rodilla blanca y uniformada y el cuello negro y desnudo. ¿Podrían las posiciones haberse intercambiado? Poder, podrían, pero como podría un negro llegar a presidente o ganar el Masters de Augusta: como excepción insólita; tanto, que no alcanzamos a planteárnoslo. Y esta es una tragedia estructural.
(El Norte de Castilla, 10/6/2020)
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