Madrid, y gracias a o por culpa de la televisión el resto de España y del mundo, ha vivido la pasada semana un éxtasis de tierra, un apogeo de arena o arcilla que ha tenido al personal muy entretenido, supliendo el hastío anticipado de conocer el ganador de la liga de fútbol y el derivado del debate sobre el estado de la nación, cuyo única sorpresa ha sido la revelación de ciertas moscas cojoneras que hacen la crónica parlamentaria del precio del cinturón que lució el presidente – por así decir, pues tampoco se le vio mucho -: 500 euros. Así las cosas, la gente con posibles o con contactos seguros (esa otra forma de posibles) se ha decidido bien por el círculo de arena y talco de Las Ventas, bien por alguno de los rectángulos de talco y arcilla del abierto de tenis, aunque varios de estos últimos, como se sabe, se dieron la vuelta al ver una pista de tierra azul, sintiéndose estafados en lo más hondo de su ser tenístico, y con toda la razón. El resto, que andamos con los posibles un poco más pelaos, nos hemos tenido que conformar con ver uno u otro espectáculo por la tele, ya digo. Tenemos pues dibujadas de nuevo otras dos Españas, ahora que se asegura no existen ya las dos Españas, dos modos de entender el mundo que también en alguno se dan al unísono, en una esquizofrenia conceptual que con suerte o resignación incluso a lo mejor sabe conciliar. No se trata sólo de una simple elección con la que llenar el ocio de entresemana y del finde (y además rara vez una elección es simple), sino de ofrecer la propia visión de lo que debería ser un espectáculo. Y todo ello apretando un canal en el mando a distancia.
Por un lado tenemos a un ser blanco de piel negra, confuso y con la batalla perdida antes de empezar: una jerarquía tramposa a favor de quien porta el acero; por otro, a dos absolutamente libres y en igualdad de condiciones, con idénticas herramientas de acción, con un resultado siempre incierto, siempre sorprendente (incluso aunque coincida con la suposición previa hecha por uno). Por un lado tenemos un destino no pedido de sangre y oro; por otro, uno escogido de esfuerzo noble. Por un lado, en fin, un espectáculo de muerte; por el otro, uno de vida en plenitud, un ejemplo urgente, inmediato, honesto, de lo que el hombre, pese a todas sus fallas, todas sus dudas, es capaz de lograr, de crear. Elección estética y también moral, como se ve, en la que el rompepelotas queda, acaso sin él saberlo, muy por encima del supuesto artista; pues si bien tenista y torero necesitan del otro para crear belleza – real o pervertida -, el torero parte siempre de una posición de ventaja (hay algo que con frecuencia se olvida, y es que el toro está indefenso, aparte de perdido). ¿Qué valor puede tener una verdad extraída a partir de un contrato viciado? Hay mucha más nobleza, y mucho más verdadera, en un revés de Federer que en una estocada de José Tomás, y sin embargo al segundo los intelectuales españoles se empeñan, salvo Manuel Vicent, en calificarlo de artista. Será que la sangre inocente les parece más estética que el sudor honesto.
(El Norte de Castilla, mayo de 2009)