Acaba de terminar en León la edición XXII de su magistral de ajedrez, con el póker de ases formado por Wang Yue, Alexander Morozevich, Magnus Carlsen y Vassily Ivanchuk como incomparables escultores de combates. Un muro chino, un verso suelto, el Mozart del ajedrez – como le define el gran Leontxo García – y un loco maravilloso han durante cuatro días desbordado con su geometría en blanco y negro el entusiasmo del aficionado leonés y el aforo de la sala de juego. Quienes aún sostienen que el ajedrez es aburrido deberían haberse acercado al Auditorio de la capital leonesa y observar no las partidas, que sólo las entienden, y nunca del todo, el par de contrincantes, sino los rostros fascinadamente perplejos de los espectadores. El duelo súbito que decidió el rey del torneo en la final del domingo concentró más intensidad y explotó en más genuinos aplausos que cualquier espectáculo que imaginar pueda el lector: como nos enseña el gran teatro, también el pensamiento es acción. Como plenas de acción se han revelado las clases que el Gran Maestro español Miguel Illescas ha impartido al costado del torneo principal, donde delante de tableros enrollables y piezas de baratillo su verbo templado y luminoso ha revelado a la gavilla de afortunados alumnos asistentes algunos jugosos secretos de las 64, delante y detrás del tablero, pues las partidas comienzan a jugarse mucho tiempo antes de mover el primer peón o caballo blancos; digamos que las dos horas o dos minutos de cara a cara son la punta del iceberg de un mastodóntico trabajo previo, sin el cual el rendimiento posterior resultaría imposible, igual que la magia sonora del violinista es sólo posible tras las ocho horas diarias rasgando las cuatro cuerdas, por mucho talento natural que tenga en los dedos y los oídos.
No es sólo la importancia del estudio diario y la certeza de que la creatividad surge del trabajo lo que enseña el ajedrez, muchas otras enseñanzas aporta el juego de Caissa: el respeto por el otro; que las materias no se agotan sino que se abandonan; la utilidad de conocer unos pocos principios fundamentales que poder aplicar a situaciones desconocidas; la dolorosa verdad de que la partida que ya está ganada es la más difícil de ganar… Valores que cualquiera diría deberían integrar la formación educativa pero que ningún gobierno se plantea incluir en sus planes de estudio, ni siquiera como asignatura optativa, acaso porque tampoco interesa demasiado los ciudadanos que piensen por sí mismos. Mucho más instructivo y enriquecedor es recibir “Iniciativa emprendedora” o “Transición a la vida adulta”, sin duda. Lo más que tenemos en España son escuelas de ajedrez, para quien se la pague, pero no es lo mismo una escuela de ajedrez que el ajedrez en la escuela. ¿Se habrá pasado algún responsable de educación por León, aparte de para hacerse la foto de dientes preparados? ¿Habrá preguntado alguno a los alumnos de Illescas qué les supone, por qué juegan? Descubrirían que la respuesta mayoritaria, simplísima, sería porque les divierte. Y es que, como escribiera Cortázar, divertido no es lo contrario de serio, es lo contrario de aburrido. No quedan pues argumentos para seguir marginando a Caissa del aula.
(El Norte de Castilla, junio de 2009)