<<La democracia es un abuso de la estadística>>, dejó dicho Jorge Luis Borges. Mejor ese abuso —en la medida en que pueda serlo— que lo acontecido en el Capitolio. Lo del Capitolio no se sostiene ni entendiendo <<estadística>> como <<mayoría>> (pues fue perpetrado por la, mal que les pese, minoría), pero sobre todo no se sostiene porque, para poder realizarse como abuso, la democracia ha de seguir unos cauces, de los que en el asalto no hubo rastro.
Que un sujeto como Trump sea capaz de evangelizar a tantos millones de personas es un misterio tan fascinante como aterrador. Y el decir que <<los americanos son así>>, con esa conocida reverberación de superioridad, no solo no dice nada sino que lo dice mal: entre los asaltantes y fieles de Trump hay también genios, diplomados, científicos de renombre. Habría pues que preguntarse si alguien con ese algo, ese inefable magnético, puede derrocar un sistema, un abuso democrático bien armado.
Tras el asalto, algunos han comenzado a vaticinar (casi se diría a desear, por el énfasis y la frecuencia con que lo repiten) que ha quedado en estado terminal. Las instituciones, las estructuras no escapan del proceso evolutivo natural de nacimiento-desarrollo-(reproducción)-degeneración-muerte. Su duración depende en buena medida, como con los seres vivos, de la capacidad de adaptación; si los mecanismos se han oxidado, basta un estímulo que en otro momento se habría repelido sin apenas flequillo para que el edificio se derrumbe. Pero también enseña la evolución (y Nietzsche) que, vuelta la calma tras el embate —y con análisis mediante en los organismos racionales—, lo que no te ha matado te puede hacer más fuerte.
(El Norte de Castilla, 20/1/2021)
@enfaserem