2020, año/covid, parecería a bote pronto no muy propicio, dados los impedimentos presenciales y otros, para un despliegue legislativo de alto calibre, pero la voluntad de nuestros diputados es infatigable, y solo entre el B.O.E. y los boletines oficiales autonómicos se publicaron casi un millón de páginas: más de ochocientas leyes.
No se trata, o no en exclusiva, de la manera en que las leyes se aprobaron —con marcada querencia por el real decreto ley, ese comodín tantas veces tramposo—, o de la redacción maquinal y descuidada (<<paritaria>> con frecuencia, eso sí), sino de un hecho mucho más radical y, quizá por ello, menos descollante: el que mayor regulación no implica mejor derecho, más bien al contrario.
Este maremágnum legal prueba la inanidad jurídica de las cámaras. Diez leyes no tienen por qué regular mejor —con mayor amplitud y precisión— que una sola, pero esa ley toca trabajarla, discutirla, tacharla y volverla a redactar: mucho más pesado que un decreto exprés. Pero sobre todo supone —mucho más grave— una suerte de absolutismo por saturación. El ciudadano no es más libre por disponer de un corpus legal más amplio, sus derechos no se ven más afianzados o expandidos; sin contar con que en buena medida parte de ese corpus no está destinada precisamente a fortalecer su libertad, la parte que —al menos en teoría— sí lo está queda anegada por el fárrago de disposiciones, y es como si no existiera. El legislador abanica el texto legal y cacarea de la buena salud del estado de derecho, cuando en realidad lo que abanica es otro ladrillo de papel con el que favorecer el oscurantismo, y así anclar su posición de poder y de hipotético arbitrio.
(El Norte de Castilla, 14/4/2021)
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