Como géiseres sorpresivos, de tanto en tanto se oyen voces que sentencian la muerte de un género artístico, cuando no de un arte todo: la muerte de la escultura, la muerte de la novela, la muerte del roncanrol. Tampoco el cine se ha librado de la periódica condena; si acaso habría, como hace ya tiempo referimos en un espacio familiar de este —en un tiempo muy anterior a la covid—, que hablar con más propiedad de la muerte del cine en salas, pero incluso tras la pandemia no termina uno de verlo.
Sea en sala o en salón, sea bajo el logotipo de una productora clásica o de un gigante de la venta en línea, y pese al abrumador, incansable asedio de las series de televisión, el cine sigue, y sin resignar ningún género. Cierto: cada vez resulta más difícil hallar un vaquero o un detective memorable, pero todavía. Y entre los géneros que no dejan de pitar, junto al de terror y a la ciencia-ficción, se encuentra el biográfico.
No solo no muerta sino en constante ebullición, desde hace unos años, se halla la biopic. Lo cual resulta en parte sorprendente y en parte deprimente. Sorprendente, porque de entrada el género documental es un formato más adecuado para tratar la peripecia vital de una persona, y documentales biográficos, en película o en serie, se siguen ofertando a centenares. Y un tanto deprimente, porque tal saturación deja la pegajosa impresión de que la industria anda escasa de ingenio —y de osadía— y tiene que tirar de historias ya escritas (escritas por la Historia). Esta saturación de la oferta no ha traído, ni de lejos, una variedad formal similar. En apabullante porcentaje se diría han firmado un contrato por el que narrar los hechos de la vida del biografiado sin posibilidad de salirse de un patrón prefijado: empeño por abrirse camino, éxito y éxtasis, crisis y caída, redención final. Al ser muy factible que el espectador conozca los hechos referidos, el eventual interés se da en su ilustración y no tanto en su exploración: un interés epidérmico, pictóricamente documental, anecdótico, y que en gran medida descansa solo en la interpretación del personaje principal —basta repasar las últimas dos décadas de galardonados en los Óscar—.
Paul Schrader optó por un enfoque al margen, cuya idiosincrasia resulta hoy, debido a la masificación de la oferta, aun más osada que en 1985; en lugar de embutir al personaje en un patrón, arma la narración a partir del personaje. El germen de Mishima… nace de la respuesta a la pregunta qué hace de Mishima Mishima, cuál es su rasgo más vertical, más medular. Y para el director de Míchigan es la voluntad del escritor japonés de fusionar en su persona vida y obra.
Para plasmar tal objetivo adopta una propuesta que navega entre ficción y realidad, de altísima originalidad y no menor riesgo. El título del film parece sugerir que la biografía de Mishima se articulará en cuatro actos, pero esto es muy relativo; el obsesivo Schrader no deja nada al azar, y la elección del término <<capítulo>> y no de <<acto>> no resulta accidental: se trata de una suerte de film-novela donde la cronología salta adelante y atrás, desde un presente en curso hasta hipotéticos pasados; cada uno de los capítulos o estampas tiene una personalidad autónoma, pero juntos conforman un todo perfectamente cohesionado, en un milagro de montaje, o más bien de encaje, pues la cohesión no se da solo en la temporalidad de los sucesos narrados sino, orgánicamente, en el resto de elementos que configuran la puesta en escena.
En el sentido temporal, es la narración desde el presente la que hila las otras tres unidades, que recuentan el pasado. Pero nada más lejos de la típica sucesión de flashbacks de tantas biopics; nos hallamos aquí ante recreaciones del pasado, no de reproducciones, y recreaciones intencionadamente artificiosas, oníricas. El tiempo en ellas late casi siempre más despacio, los objetos tienen una presencia y una gravedad que casi se diría ontológicas, los colores —o el blanco y negro— una densidad más concentrada. Un enfoque, casi seguro, más verdadero que la reproducción puntillista, pues la memoria deforma los hechos, no los fotocopia, pese a lo que tantas biopics pretenden hacernos creer.
Cada una de estas recreaciones o capítulos van encabezados por el título de una obra de Mishima, con momentos aislados tomados de otras. En este pasado dramatizado donde obra y vida se (con)funden, cada capítulo presenta —hemos apuntado— su particular sabor estético y dramático. Así, a cada cual se le asigna una paleta cromática básica (rojo y verde, rosa y gris, naranja y negro), además del blanco y negro sobre el que se impone la voz en off de Mishima, a quien da cuerpo un extraordinario Ken Ogata. También la peripecia dramática varía, desde escenas imbuidas por la morosidad lánguida del teatro kabuki hasta otras más dialogadas, y dialogadas en un estilo no naturalista, artificial y explicativo, rasgo característico del cine japonés que rara vez se encontrará en la escritura de Schrader, seca y precisa como un navajazo.
Mención aparte merece la música. En pocas cintas desempeña esta un papel a la vez tan integral y tan excedido; compuesta por ese minimalista mayúsculo que es Philip Glass, no se limita a dorar la imagen sonoramente de manera brillante: la enriquece sin minorarla, y no solo: determina también el ritmo interno de la escena y la duración y sucesión de estas; en efecto, Mishima… está esencialmente montado en función de la partitura de Glass, una autoimposición de Schrader que remite directamente a su estudio sobre el estilo trascendental, cuya tesis nuclear es que las limitaciones que el creador se impone, aun las más férreas, con frecuencia no suponen un lastre sino un motor creativo.
El film, pues, bebe de múltiples fuentes, pero todo ello no alumbra una amalgama borrosa sino un producto perfectamente definido. Wagner predicaba que la ópera debía ser un arte total, y así podemos calificar a Mishima…, en el mejor sentido, de wagneriana. El cine es el arte de la síntesis, y Mishima… logra sintetizar los distintos elementos en un todo separado tanto más admirable por el peso individual de cada uno de los elementos. Schrader tenía todas las papeletas para un descalabro épico —empezando por la selección del personaje: Mishima puede verse como un héroe trágico pero también como un fantoche—; lo que alcanzó, sin embargo, fue una obra libérrima, desbordante, que supone quizá el cénit de una filmografía que cuenta con, al menos, otro par de títulos para los anales.
(La sombra del ciprés, 23/4/2021)
@enfaserem
Ficha del film
Tít: Mishima: una vida en cuatro capítulos (Mishima: A Life in Four Chapters)
Año: 1985
Dir.: Paul Schrader
Ints.: Ken Ogata; Kenji Sawada; Yasosuke Bando
Estados Unidos; drama; color y blanco y negro; 121 mins.