No espera uno que se recuerde la efeméride de Arturo Pomar, cuando apenas si se le recordó en vida toda vez que la sonrisa blanda del franquismo lo hubo utilizado. Aunque no es cuestión solo de régimen; en España tenemos la mala costumbre de no cuidar a muchos de nuestros genios como debemos, que o se exilian o se ven abocados a ese exilio interior que es el de recibir indiferencia. Así, Pomar murió con 84 años siendo un niño prodigio, congelado en el imaginario colectivo.

El caso Pomar es quizá la constatación más clara y triste de que el creador individual, desde el deportista hasta el abogado, ha de blindarse frente al poder, y esto no quiere decir ir necesariamente a la contra, que en ocasiones también, sobre todo desde la reflexión crítica, sino tratarlo con distancia, y si llegan las palmaditas en la espalda, agradecerlas con respeto, pero sin olvidar que poco tienen de personal y sí mucho de vehículo publicitario. Solo que para alguien de una familia de recursos exiguos oponerse a la maquinaria propagandística franquista era algo impensable, y el boleto de lotería tenía el premio viciado. En lugar de soporte técnico y material, el régimen le dio (no se la dio: la sacó él) una plaza de auxiliar de tercera en Correos, que ni le permitía estudiar ni le mantenía el sueldo cuando solicitaba permisos para jugar en el extranjero. En estas condiciones, demasiado fue lo que consiguió. Un famoso ajedrecista soviético dijo de él que, de haber nacido en la U.R.S.S., habría sido sin duda candidato a campeón del mundo. Pero el destino es así, y con este destino solo cabe calificar a Pomar de héroe.

(El Norte de Castilla, 26/5/2021)

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