¿Qué hacer cuando circunstancias adversas aparecen súbitas y se demuestran invencibles, en todo punto impermeables a nuestra voluntad o a nuestra fe; cuando la única manera de combatir la impotencia, la frustración y la rabia que la situación nos provoca es con una resignación, si cabe, más dolorosa? Si los más de treinta y dos mil desalojos que durante el primer semestre del año han marcado en España otro máximo histórico — todos los máximos que desde el ¡pop! de la burbuja inmobiliaria venimos conociendo son de mínimos — podemos calificarlos de trágicos, y podemos, es ante todo por la ausencia absoluta de capacidad electiva que se les presenta a los afectados. Igual que Felipe II no mandó a sus naves a luchar contra los elementos, los miles de desahuciados no firmaron una hipoteca para que los echaran del trabajo sin opción a uno distinto. Su tragedia es la plasmación urbana, inmediata y llevada al extremo del principio >, y el carácter casi cotidiano de la misma — se ejecutan siete desahucios al día en Castilla y León — no le resta un átomo de magnitud; al contrario, urge a la acción.
Y algunas acciones ciudadanas se han tomado, la mayoría con buena intención pero poco fundamento. Porque la otra cara — la otra cruz — de la tragedia radica en que esa situación de desamparo se ampara en uno de los pilares esenciales sobre los que articulamos nuestra convivencia, la garantía que ofrece un contrato firmado. Es muy cómodo, y en gran medida natural, culpar al banco de la desgracia, identificarlo como el solo villano de la tragedia, pero olvidamos con frecuencia lo más básico, que el banco es la única de las dos partes que cumple lo acordado; el propósito del banco es cobrar la cuota, como la del inquilino es pagarla, y aquel no tiene ni obtiene interés echando al inquilino. Hay pues dos voluntades y un único fin común e inalcanzable. Un trágico y urgente nudo gordiano.
Mientras, en los parlamentos se demoran.
(El Norte de Castilla, 8/12/2011)