Oscar Wilde ya advirtió en La decadencia de la mentira cómo la vida imita al arte, y ahora, más de cien años después, el ex campeón mundial de ajedrez metido a político nos viene a descubrir en forma de manual de autoayuda cómo la vida imita al ajedrez, que tras varias decenas de siglos aún no se sabe si es arte, juego, ciencia, o las tres cosas juntas, en cualquier caso una disciplina que excede con mucho el cerebro humano, incluso un cerebro tan privilegiado como el de Kasparov.
El objetivo último del libro es que el lector aprenda a leerse a sí mismo, para, a partir de ahí, desarrollar un método personal, y por tanto diferente en cada caso, que a la postre le permita alcanzar el éxito, lo que cada lector entienda por tal. Objetivo sin duda ambicioso, como por otro lado no podía ser de otra manera viniendo el libro de quien viene. Paralelamente a una partida de ajedrez clásica, el volumen se estructura en tres partes. La primera (apertura) incide en la identificación de las cualidades de cada uno, los puntos fuertes y débiles en jerga ajedrecística y que Kasparov denomina “el mapa personal”; la segunda (medio juego) resalta la fundamental importancia de un análisis honesto de esos puntos; y la tercera y última (final) pretende señalar las vías a tomar para mejorarlos y transmitir la importancia de fijarse nuevas metas para progresar.
Esta tercera parte es la de más interés, por cuanto que abunda en la noción de reto, central de la filosofía vital de Kasparov junto a la de cambio (“La perestroika la hicimos entre Gorbachov y yo”, dijo en cierta ocasión, e Hijo del cambio fue el título en español de su primera biografía). El hecho de retarse, reitera Kasparov, es el ingrediente esencial en la receta que conduce al éxito. Tendemos a pensar que si uno posee talento y trabaja con dedicación, al final triunfará; pero para el acaso mejor ajedrecista de todos los tiempos el talento y el esfuerzo sólo nos permitirán alcanzar un punto confortable a partir del cual, sin nuevos retos, no habrá ya avance posible, y donde el único cambio, en absoluto deseable, sería el de ir hacia atrás. Por supuesto en el camino hacia el éxito nos toparemos con más de un fracaso y más de dos, que el autor no elude: como un mantra, no se cansa de repetir que de los fracasos podemos, y hemos de, extraer enseñanzas que nos ayuden en el avance posterior. El ogro de Bakú es en esencia un vitalista, es decir un optimista natural, una de esas personas que en cada revés que sufre – escasos en el tablero, diarios en su actividad política actual – ve, siguiendo la enseñanza de su ídolo Churchill, una nueva oportunidad de la que sacar partido. Una vez cerrado, el libro deja el poso, lo quiera considerar o no así su autor, que deja cualquier manual de autoayuda al uso: la vaga sensación de haber asistido a una serie encadenada de recetas mágicas sin las dosis concretas con que cocinarlas.
(Suplemento cultural de El Norte de Castilla, septiembre de 2007)