Irán afilando las uñas militares. Ortodoxos de los tirabuzones y la kipá escupiendo a una niña que no llega a los diez años porque a su falda le faltan cuatro dedos de largura. Monarquías que se encomiendan a la buena voluntad del pueblo mientras el presente se deshoja y dicta sentencia. Otro actor de teleserie que sale del armario sin echar la llave, y así después volverse a meter (no ha trascendido con quién). El paro que crece como una marea negra de desesperación y hastío, como un monte de estiércol que ya casi hace invisible el sol que, suponemos, aún sigue brillando detrás. Jirones al azar contra los que tendemos a rebelarnos con una voluntad más ofuscada que analítica, con una fuerza más bruta que dirigida; sin afiliarnos a los asalariados de Casandra, que enarbolan cada indicio como prueba irrefutable del Apocalipsis por venir, resultaría ciego y estúpido —la ceguera voluntaria es la forma suprema de la estupidez, la más fiable— negar las realidades que día a día asoman y caen, las mil y una vallas con las que el hombre, ese ser insistente en el error, no deja de tropezar. ¿Qué opciones nos quedan? ¿Resignarse a la lotería o a otros azares imposibles? ¿Resignarse a la inercia de los acontecimientos? La otra cara de la moneda de la formidable capacidad de adaptación del hombre es su no menos formidable capacidad para resistir la desgracia; pensamos que llegado cierto punto no podremos soportar más y, sin embargo, llegamos a ese punto y pronto lo rebasamos, y ahí seguimos. No se trata de hacer el canto de la ilusión vana, pero resignarse solo incrementaría el desastre. > proclamó el poeta que había que vivir, y aunque cambiar de hoja el calendario no suponga el comienzo virgen que las pitonisas de la telenada nos quieren hacer creer, puede al menos ser una excusa para hacer como que, para tratar de materializar esa esperanza que cantaba el poeta.
(El Norte de Castilla, 5/1/2012)