El género memorialístico, como los diarios y dietarios, continúa su constante y triste ocaso editorial en favor de la novela, mayormente del novelón de kilo y cuarto. Por fortuna aún quedan refugios a los que acudir —el Salón de pasos perdidos de Andrés Trapiello es quizá el más seguro—, pero al ritmo de derrumbe que llevan no nos va a quedar otra que regresar a Umbral y a Plá, refugios no por visitados menos acogedores. Alianza ha tenido ahora el buen tino de salirse de la corriente y publicar Ciudades junto al mar, las memorias parciales, nómadas y apasionantes del alguna vez llamado lobo solitario de las letras cubanas, René Vázquez Díaz. Unas memorias que, sí, se leen como una novela —como una buena novela—, y en concreto como una novela de aventuras, al punto de que podríamos calificarlas de > por su neta vocación viajera, como se desprende ya desde el título. En Ciudades…, el viaje en el espacio nos abre el viaje en el tiempo, y al revés, en una fértil simbiosis narrativa.
El relato arranca como una película de espías —un andén, una mentira, una misión, un amor roto y un tren que parte de Varsovia hacia Estocolmo en la Nochebuena de 1974—, y continúa con un largo flashback que nos retrotrae a la Cuba de cuatro años antes y que durará hasta la p. 197, cruzado el ecuador del libro. Aquí el autor nos narra el despertar de sus vocaciones literaria, sentimental y marítima contra el fondo histórico de la ya asentada, aunque no por ello menos alerta, Cuba revolucionaria. Los libros, las mujeres y el mar son los tres amores que articulan la vida de Vázquez Díaz como las tres piezas inseparables de un puzle, y que por tanto articulan su memoria también. Por el mar siente una fascinación temprana y duradera. Largos ratos pasa llenándose de él: lo observa, lo huele, aprende a leerlo; es su primer y más fiel confesor, al que acude antes que a nadie cuando le surge una duda, tiene un desamor que hacer frente o una decisión que tomar; es su >, quizá su mejor amigo aunque en su voracidad le haya arrebatado alguno. Tras el oasis cubano de la adolescencia y la concesión de una beca de casi imposible renuncia para estudiar en Polonia ingeniería naval, el flashback prosigue con el viaje de 18 días a través del Atlántico, la llegada a Varsovia vía Budapest y más tarde a Lódz y Gdansk, ciudades tan exóticas para VD como impronunciables. Es en esta última, durante el periplo estudiantil, donde la singularidad del autor despierta por completo; por no acatar la ortodoxia del aparato es separado con deshonra de la Unión de Jóvenes Comunistas y obligado a dejar Gdansk para estudiar filosofía marxista en la Universidad de Varsovia. Entonces decide asilarse en Mälmo (Suecia), y el relato enlaza con el comienzo. Hay un periodo de aclimatación en Mälmo y otro viaje transoceánico que lo llevará a Miami y Los Ángeles y de vuelta: nuevos amores, profesiones más variopintas —como muestra: cambiador de moneda al negro, músico de fiesta, bongosero de burdel, pinche de hotel, empanahamburguesas—. En esta segunda parte la conciencia política de VD termina de afirmarse, para ubicarlo definitivamente al margen de dogmas e ideologías excluyentes. La contraposición Cuba/Miami es, por supuesto, la contraposición comunismo/capitalismo, que VD encuentra igual de repudiables; aunque reconoce los logros que él vio de y vivió tras la Revolución Cubana (sanidad y educación), no deja de señalar sus miserias morales; aunque reconoce en el capitalismo la posibilidad del progreso personal, no niega sus contradicciones intrínsecas y la perversión que en la práctica tiene ese noble ideal. El periplo en Miami en este plano político resulta especialmente revelador: se nos descubren las luchas entre los distintos grupúsculos cubanos anticastristas, alentadas por la CIA; los asesinatos de periodistas > con el régimen, cuya única ofensa había sido decir que si Fidel proclamaba algún día elecciones libres, ellos participarían; o, ya de vuelta en Mälmo, el atentado de los 73 civiles del vuelo Cubana de Aviación 455, cuyos autores confesos, se nos recuerda, se siguen paseando a día de hoy por las calles de Miami, la camisa de flores al sol. Fue el seis de octubre de 1976, y con él concluye el libro: el fin de la experiencia del autor con la vida y el comienzo de su experiencia con la máquina de escribir, que no por ello le impedirá seguir viviendo.
Y es que no otro que la forja del escritor es el tema primero del libro, y el eje esencial sobre el que se articula el de la dicotomía vivir/escribir, duda que a todo escritor le ha acometido alguna vez: ¿han de adquirirse experiencias previas para poder contar o se puede contar sin haberlas adquirido? Se puede, pero adquirirlas no hace daño.
Ciudades junto al mar es una fiesta del idioma de Cervantes (presencia recurrente en la primera parte del libro), ese incorpóreo, maleable e indestructible capital que compartimos más de 400 personas. Entre los hallazgos: le > los pechos; se miraron >; >; >, así como una reflexión (p. 82) de apenas veinte líneas sobre la muerte y el paso del tiempo absolutamente memorable. Cuenta asimismo con un suculento vocabulario, que no chirría por la naturalidad con que se inserta en el texto —es decir que no se inserta en absoluto: suena natural porque el uso que de él hace VD es natural—; citemos por ejemplo tomeguín, orza, jaba y jaiba, bayú, rascabuchar. Por último, el lector atento advertirá resonancias de García Márquez en la prosa de Vázquez Díaz, sobre todo en el uso ciertas comparaciones y adjetivos, así como una tendencia a la hipérbole totalmente disculpable, sospecho que fruto del entusiasmo juvenil que le gana al narrador al rememorar aquellos tiempos.
La lectura de las memorias de VD son una medicina contra la melancolía, sin dejar por ello de tener tantas páginas melancólicas. El coraje ejemplar con que busca la meta para la que se sabe destinado sin dejarse arrastrar por la depresión, la abulia —aunque la depresión es casi siempre abúlica— o las circunstancias contrarias, el renacimiento cíclico que tiene lugar en su persona cuando el abismo se abre a sus pies y lo más fácil sería dar el último, final paso y abandonarlo todo, son consuelos y un acicate, y un recordatorio de que tenemos más fuerza que la que creemos. Ante todo es una celebración de la vida vivida en plenitud; tratándose como se trata de un libro sobre las despedidas —de lugares y personas—, al final uno termina con un innegable, indefinido deseo de reencuentro.
(La sombra del ciprés, 11/2/2012)