El presente debate en el Parlamento Europeo sobre la implantación del ajedrez como asignatura optativa o actividad extraescolar en los colegios de la Unión es una de esas noticias que se reciben como esos carteles de números enormes que nos prometen el 50% de descuento en todos los artículos de la tienda: con un fulgurante subidón de adrenalina al ver el cartel, con un bajón no menos fulgurante al comprobar el precio final en el que, pese a la rebaja, se queda la prenda de nuestros deseos. Porque si bien la iniciativa resulta loable, no deja también de resultar insuficiente. Suponiendo que finalmente se consigan las firmas necesarias para adoptar la recomendación, esta casi seguro se pierda en el limbo de las buenas intenciones. Las recomendaciones ya sabemos que están para no hacerles caso, sean del tipo que sean, incluso las recomendaciones legislativas que vienen de Bruselas o Estrasburgo —a veces se tiene la sensación de que especialmente las que vienen de Bruselas o Estrasburgo—.

¿Por qué no entonces un reglamento o una directiva, si en verdad existe la voluntad de que la propuesta alcance efectividad práctica? Más aun: ¿por qué condenar al ajedrez al desván polvoriento de las actividades extraescolares u optativas, y no implantarlo como asignatura obligatoria? Con la formulación actual, aunque el centro adoptase la recomendación, muy pocos padres iban a apuntar a sus hijos a una clase que, además de exigirles un estudio extra, no reporta ninguna > práctica, visible, ni inmediata ni futura. Pues por desgracia esta es la visión general que del ajedrez se tiene, como la que se tiene del latín (y ya sabemos cómo ha acabado el latín en la enseñanza). Ocurre que el ajedrez no consiste en memorizar árboles de aperturas, como el latín tampoco en memorizar declinaciones. Uno y otro quizá no sirvan para obtener un diploma, pero a poco que uno profundiza en ellos se da cuenta de que su utilidad es difícilmente comparable.

(El Norte de Castilla, 23/02/2012)