Otro periódico echa las persianas, otro diario se queda afónico y a nosotros nos deja un poco más sordos, un poco más inermes ante los tentáculos del poder. Incluso aunque el periódico en cuestión no fuese siempre todo lo crítico con el poder, con cierto poder, como uno hubiese deseado, el hecho de privarnos de una opción informativa nos erosiona como ciudadanos. Pero la ausencia de Público del abanico de papel del kiosco no supone solo una pérdida estrictamente informativa, aislada, es también el anticipo de un aluvión por venir y la métafora del fin de un modo de entender la labor periodística. Porque el paso voluntario u obligado del papel a la pantalla no tendría mayor trascendencia si solo supusiese el cambio de la tinta por el píxel: con la lectura digital no nos manchamos las yemas de los dedos. Ocurre que el tránsito papel/pantalla supone casi siempre también la pérdida de peso analítico, de cuidado estilístico y hasta ortográfico, de —justamente— la vibración de la voz singular. El tránsito uniformiza voces y por tanto uniformiza contenidos. El tránsito tiende a igualar a la baja. Al menos así ha sido hasta ahora. De seguir por esta senda, el periodismo se reducirá a un cableado/twitter, un ejercicio preocupado únicamente por el flash del momento, por el titular de veinte caracteres que se olvida tan pronto como se termina de leer. (Por cierto que en este proceso también el lector tiene su parte de responsabilidad: ha de exigir que no se pierda la exigencia.)

Público se queda sin papel y sin 160 trabajadores, pero mantiene su edición digital, que para salir a la red se basta con una docena. ¿Puede una docena hacer un papel informativo —y perdón por el juego de palabras— como el de 160, por muy capacitados que estén? Desde 2008, en torno a unos 5.000 periodistas se han quedado sin papel, o sea sin empleo, más todos los estudiantes que han terminado la carrera y no pueden acceder a él. Su drama laboral es nuestro drama cívico.

(El Norte de Castilla, 1/3/2012)