Uno no se cansa nunca de mirar el fuego, como no se cansa nunca de mirar el mar. Fuego y mar no son —o no son solo— metáforas del tiempo sino encarnaciones de él, y porque el hombre está hecho de tiempo también, no se cansa de mirarlos; aun más: no puede resistirse a mirarlos cuando por cualquier motivo entran en su campo de visión. Encarnaciones del tiempo, es decir presente continuo, vivo, presente siendo, tiempo siendo. Pero el fuego posee una suerte de motor interno sostenido, independiente, que unido a la fascinación del peligro latente que supone y que percibimos también de continuo, seamos o no conscientes de ello —el fuego, sabemos, tarde o temprano podría acabar con cualquier cosa—, lo hace incluso más atractivo que el mar, que es menos inmediato y más difícil de abarcar.
En Valencia, tierra de mar, rinden cada año tributo al fuego como elemento, como acto y como símbolo doble del tiempo y la justicia. Una mirada superficial o impaciente sin duda estimaría la celebración como un ejercicio absurdo, gratuito cuando no un poco masoquista. El trabajo de un año arruinado por un capricho estético, por un cuadro neroniano y fugitivo que se fundirá y confundirá a la larga en el recuerdo con los de los años aledaños. Pessoa escribió que el hombre es del tamaño de lo que ve, y quien vea en las fallas solo una orgía de llamas es que tiene el espíritu encogido. El saber que la conclusión de una tarea encomendada será la destrucción de lo creado y aun así no renunciar a ella de antemano o a mitad de camino demuestra una altura moral que es esa grandeza a la que se refiere el poeta portugués. Pero la destrucción no es conclusión sino punto y seguido; igual que el fuego se impulsa a sí mismo, los ninots abrasados impulsan la creación de los del siguiente año, su cremación nos recuerda la esencial fugacidad de nuestra vida y sus restos, nuestro origen y final: somos ceniza.
(El Norte de Castilla, 22/3/2012)