>, escribió Scott Fitzgerald, setencia cuya verdad se revela más nítida cuanto más grande es la vida examinada, y que resume el conflicto dramático esencial que se narra en El Padrino, no otro que la tragedia personal de Michael Corleone: la tragedia de la soledad. Actualización shakespeareana, metáfora de América y su sueño, las múltiples lecturas que pueden hacerse de El Padrino —y que hay que hacerlas porque están ahí— quedan a la postre relegadas por la percepción de la historia en cuanto que drama familiar, tupida telaraña de relaciones fraternas y filiales que tiene en el personaje encarnado por Al Pacino su Estrella Polar indiscutible, aun antes de ocupar el trono del clan.
Tragedia de soledad que no carece de ironía, pues al comienzo de su arco vital —arco dramático del personaje—, Michael Corleone se halla solo en gran medida, satélite a punto de abandonar el universo cerrado y autónomo que constituye la familia; así, todo el sufrimiento, todo ese proceso de demolición que es su vida solo le vale para alcanzar un estado que ya poseía al comienzo. En efecto: Michael, el menor de los cuatro hermanos Corleone, es un brillante estudiante y un marine condecorado en la II Guerra Mundial, para quien el destino que su padre ha diseñado tiene la forma de un escaño en el Senado o quizá algo más. Un horizonte fuera de la familia, una posición legal —Michael extiende este horizonte personal que su padre quería para él al resto del clan, y el inicialmente pequeño pero definitivo paso de convertir el plomo del nombre de los Corleone en oro social le obsesionará desde que adquiere la condición de Don—; sin embargo la vida, esa ruleta manejada por un bufón histérico, pronto le demuestra que existen fuerzas de las que uno no puede escapar, y lo coloca en el centro de la telaraña familiar, al mando de un imperio en el que los mayores horrores, los dolores más insoportables le alcanzarán por las relaciones con sus seres más cercanos, esos que más le importan, esos por los que está donde está y se obliga a seguir, sus hermanos y sus hijos.
Dos son los factores que determinan estas relaciones: la edad y el sexo. El universo Corleone es un universo vertical, patriarcal y hereditario, un universo bíblico, monárquico, y un miembro solo se puede imponer a estos condicionantes adquiridos con un ejercicio férreo de voluntad, un ejercicio de disidencia que le haga romper con la familia o al menos trastoque los roles inicialmente asignados. Don Vito tiene cuatro hijos legítimos —Santino/Sonny; Fredo; Michael, y Constanzia/Connie— y uno adoptado —Tom Hagen—. Connie, por el hecho de ser mujer y además la más joven, no puede aspirar a otra cosa que a ojo derecho del padre y por extensión de los hermanos; se le permiten caprichos ocasionales siempre que no ponga en peligro los tres o cuatro principios intocables sobre los que se erige el universo familiar y retome su rol de sumiso florero en el momento en que se le exija. En caso de no hacerlo, el castigo para ella es igual que el que sus hermanos varones sufrirían: el destierro dentro de la propia familia, el tipo de destierro más doloroso pues uno no consigue ni los privilegios de la libertad ni los de la pertenencia. Connie no acata los principios, en parte por ignorancia, y sufre el castigo doble de la muerte interpuesta; inconsciente, provoca la muerte de su hermano Santino, heredero natural por primogenitura y por carácter, y la consiguiente de su esposo Carlo a manos —limpias— de Michael. De hecho, en gran medida Michael se convierte en padrino por su acción: una llamada de teléfono no solo puede cambiar tu vida sino las de todos los que te rodean. Cuando Michael se ofrece para asesinar a Sollozzo y al capitán McCluskey, ejecutando la acción que el vigilado Sonny debería, asume el papel de su hermano mayor pero solo temporalmente, todos siguen considerando a Sonny el próximo padrino; con la muerte de este, unida al timorato carácter de Fredo, el benjamín abandonará su destino y adoptará el papel de Capo di Famiglia de forma permanente. Connie es así en gran medida la responsable de la plaga de Tebas, y solo mucho más tarde se dará cuenta de ello, pedirá perdón y se ofrecerá para lo que Michael necesite, mayormente hacerle compañía en la vejez.
La tragedia de soledad de Michael alcanza, por supuesto, el clímax en su relación con Fredo. Además de timorato el carácter de Fredo es resentido: siendo como es el siguiente en la línea sucesoria tras Santino, no acepta que la determinación demostrada por Michael —inversamente proporcional a su pusilanimidad: Fredo es incapaz de hacer otra cosa que quedarse llorando sentado en un bordillo junto al cuerpo caliente y recién baleado de su padre, siquiera de dar un aviso telefónico; es incapaz de hacer callar a su mujer borracha— eche por tierra esta certeza esencial, este principio indiscutible del funcionamiento de la familia. La justificación dada por Michael —>— no le vale a Fredo: proporcionará información al jefe de un clan rival que lleva a la casi muerte de Michael, su mujer y sus hijos. Que aquel no sospechara de esta consecuencia no le exime de la pena merecida —la muerte— a ojos de Michael. Sin embargo la muerte de Fredo pesará en el ánimo de Michael el resto de su vida; enterrando a su hermano ha enterrado también la confianza crédula que su mujer, Kay, tenía en él y en sus aspiraciones de >. Kay abandona a Michael, llevándose con ella a sus hijos Anthony y Mary, cuando resulta evidente que, por muchas puertas que interponga entre ambos, Michael no podrá nunca mantenerlos al margen del espanto que es su día a día. Al cabo, tras años de custodia materna, Anthony conoce de la muerte de su tío y se niega a seguir la senda —abogacía— deseada por su padre en favor de una carrera como cantante de ópera; Michael no obstante se resigna a la rebeldía del hijo y la llega a aceptar después con entusiasmo —>—, justo antes de deshacerse el último lazo de sangre que esperaba pudiera proporcionarle consuelo en sus últimos años, al sacrificar su hija la vida por él, muerta en sus brazos como en una escultura renacentista y doliente. La tragedia se ha consumado. Michael, como cuando al comienzo de la saga, vuelve a estar solo. Con una salvedad que supone el último clavo en el ataúd de la tragedia: apenas tiene ya tiempo, y solo morirá.
Así contado, y pese al resumen forzoso, a quien no la haya visto —si hay alguien que tiene la suerte de no haberla visto aún— acaso la saga le parezca un culebrón. Lo es, pero que no se engañe: El Padrino demuestra que es posible crear la más profunda y purificadora tragedia con los mimbres del melodrama.
(La sombra del ciprés, 31/3/2012)