Brotan con el verano como esas moscas cojoneras cuya única función parece ser la de incordiar. Como las moscas en torno a la cabeza, revolotean por entre los autos con parsimonia displicente, un punto retadora; a diferencia de aquellas, acotan y defienden el que consideran su territorio, aparcamiento o cruce de semáforos, con amenazas calladas o insultos esputados. En él más te vale cumplir la ley, que es la dictada por ellos en exclusiva. De no hacerlo, la pena, tan arbitraria como voluble, puede resultar en un parabrisas quebrado o una puerta tatuada a cuchillo. Su modus operandi no difiere un ápice del de la mafia. Extorsión a cambio de protección. Pero protección de qué: de un peligro que ellos mismos crean. El mecanismo, sí, resulta idéntico al del mafioso; que unos recauden cantidades como para pagarse un dúplex de lujo y vistan zapatos de charol y que a otros solo les alcance para dosis adulteradas y lleven chancletas roídas es anecdótico. El gorrilla es un mafioso sin medios.

Lo paradójico y preocupante es que hay quien todavía, si no defenderlos, los tolera; quien prefiere abortar la incertidumbre del rayón en la puerta con una moneda de euro. Claro que el arreglo de la puerta costaría mil veces más, y a ver quién es el guapo que se planta. A la Administración todo lo que se le ocurre, si acaso, es poner multas a insolventes incapaces de pagarlas. Cuando alguien reincide en una falta que queda impune, que sabe va a quedar impune, parece lógico adoptar medidas abortivas fulminantes, aunque resulten excesivas para la falta individualmente considerada. ¿Por qué no se adoptan? ¿Miedo a que se les considere “inhumanos”? Los ayuntamientos están perpetuando una situación delictiva que es, además, una situación de esclavitud. La limosna que se le suelta al gorrilla no es caridad sino un lavado de conciencia por una culpa que no debería sentirse, y el medio más seguro de que el gorrilla no deje nunca de tender la mano.

(El Norte de Castilla, 1/7/2011)