Y a todo esto, ¿qué opina el silente? ¿Qué tiene que decir de los primeros cien días de su sucesor en el cargo, del revolcón astur/andaluz a las previsiones electorales y a los ánimos populares, del movidón con pies de resignación y pese a ello de esperanza que supuso la huelga general, de los diez mil millones de la tijera sanitaria y educativa? ¿No habla porque no tiene nada que decir o porque no quiere? El silente ya fue el más silente de todos los presidentes de la democracia mientras estuvo en ejercicio, pero uno, quizá ingenuamente, esperaba que con el equilibrio que otorga la distancia hiciese algún análisis. El último que le recuerdo, si puede llamarse análisis, fue cuando dijo ante sus acólitos que no le importaba > que había tardado en reconocer la crisis. Tal ignorancia semántica no es el broche más brillante para una presidencia, y esperábamos que Zapatero compensara su desliz saliente con alguna observación, algún comentario, algo. Pero sigue silente. A lo mejor está escribiendo sus memorias políticas, claro que de seguir la tónica mostrada hasta ahora serán las memorias políticas donde los secretos de Estado estén más presentes. De momento, y hasta que le llegue la redención vía editorial, si es que le llega, Zapatero insiste en la mudez, y el pueblo en el desconcierto. Kissinger trató de justificar sus desmanes en el Cono Sur con un tocho de casi mil páginas (solo le creyeron los señores que dan el Nobel, pero ese es otro tema); Clinton y Blair se llenan la buchaca con conferencias de a millón; otros se dedican a promocionar su tierra en el resto del planeta. En la época de las comunicaciones instantáneas, difícilmente cabe imaginar un estadista más diluido que Zapatero. Ya que no puede remediar lo que hizo o dejó de hacer, al menos tiene aún la oportunidad de aclarar el porqué hizo o dejó de. ¿La responsabilidad pública concluye con el fin del cargo? Que no diga que calla porque no se le pregunta.
(El Norte de Castilla, 12/4/2012)