Con setenta primaveras recién cumplidas, la figura de Bob Dylan sigue hoy convocando a legiones de fanáticos tan inverosímiles como reales. Tipos dispuestos no solo a convencer a su pareja para que pase una noche loca con el gurú del folk/rock/blues/country/gospel/pop sino a airearlo a los cuatro vientos catódicos en su blog y sentirse orgullosos por ello (estarían aun más orgullosos si el elegido hubiera sido él o ella y no su pareja); dispuestos a dejarse partir la nariz y luego no operársela para obtener un perfil aguileño, más dylaniano; dispuestos a fatigar kilómetros y kilómetros por tierra o aire persiguiendo la estela incansable, inalcanzable y en buena medida indiferente a sus desvelos del gurú.

Comprender tales actitudes es tarea vana. Ni siquiera un dylanita sería capaz de responder si le planteásemos por qué. Porque sí. El porqué lo han olvidado.  Sería como tratar de comprender la obsesión/compulsión que lleva a alguien a pasar un cepillo de dientes por las juntas de los azulejos del baño después de haberlos fregado, y solo para volverlos a fregar después y a volver a pasar el cepillo. La limpieza ya no es el motivo. Así, los dylanitas han alcanzado un punto de quizá no retorno en el que el impulso inicial, la música, hace ya mucho tiempo que dejó de ser la razón fundamental de la admiración por Dylan para establecerse como vago, perpetuo runrún que pone fondo sonoro a su único, absoluto e indiscriminado objeto de atención: el propio Dylan. Son sujetos que, en la forja de ese territorio de elecciones y rechazos que es el yo, han visto cómo una elección inicial ha degenerado y terminado colonizando el resto del territorio, y de este modo les ha convertido en otros. Ellos dirán que otros mejores y más felices, pero el limpiador de la fregona y el cepillo también que así se siente más a gusto.

Por fortuna, y pese a los dylanitas, el viejo Bob sigue haciendo buenas canciones.

(El Norte de Castilla, 2/6/2011)