Fernando Savater, a quien alguna vez hemos glosado aquí, la lió el otro día en la ciudad universitaria por antonomasia. Que resulta un disparate el que haya una universidad por cada diez mil habitantes.

No es, desde luego, el momento más fácil para decir que el rey está desnudo, pero es que el rey está desnudo, y la culpa de que lo esté no es del filósofo ni del niño que lo señala (el filósofo es niño ante todo, un niño con experiencia), la culpa es del rey, o sea de la situación. En Castilla y León elevamos el disparate a la categoría de delirio; salimos casi a universidad por provincia, y el número de centros universitarios existentes rebasa el centenar. Cualquiera quiere tener una universidad a la vuelta de la esquina, pero es que hay demasiadas esquinas, cada una con su coste. El candadazo de los estudiantes de la Universidad de Salamanca en protesta por la subida de las tasas, las marchas en toda España contra la anunciada tijera educativa, revelan una sensibilidad generalizada de hastío cabreado, pero el cabreo uniformiza, tiende al trazo grueso, y por tanto nos ciega; lo que es una demanda justa —búsqueda de áreas en las que recortar presupuesto antes que en la educativa— deviene delirante. Como nos enseñan los buenos músicos, más no siempre es más, también puede ser menos, y la educación no es una excepción. Una proliferanción de centros universitarios puede, y de hecho suele, implicar peor articulación docente y peor redistribución de los recursos. ¿Es lógico mantener un centro que imparte titulaciones o grados cuyo número de alumnos no alcanza los dedos de un pie? Sale mejor pagarles un chófer que los lleve —no a pie— a otro centro que también la imparta. De la proliferación excesiva nace el cáncer. Está bien jerarquizar y tener claras cuáles son las prioridades que tenemos; mejor, darse cuenta de que el tiempo de los Absolutos acabó. La buena educación —la filosofía— también enseña esto.

(El Norte de Castilla, 24/5/2012)