La última encuesta/CIS ha dejado claro que el entusiasmo absoluto de la mayoría pepeísta fue solo flor ciega de un día. El pueblo ciego quiso creer que un cambio de marca en el gobierno traería un cambio a pie de calle, una rectificación de la inercia depresiva. El único cambio ha sido que hemos ahondado más en la depresión, y la encuesta así lo refleja: Rajoy no llega ni al cuatro que alcanzó a principios de año. Pero el presidente es solo el epítome del desencanto general.

Los datos de la encuesta hay que leerlos más como una radiografía socialmente extendida que como el suspenso a una gestión coyuntural. El pueblo está harto: de esperar y no recibir, de querer y no poder, de intentar en vano. ¿Cuántos españoles se identifican hoy con alguno de sus representantes? Existe una fractura brutal en la sociedad española entre su clase dirigente —que además debería ser sirviente— y su ciudadanía, una fractura entre el > y el > como quizá no hayamos conocido en los últimos treinta años, ni siquiera en los momentos más álgidamente negros de los escándalos de corrupción y terrorismo de Estado. Es algo que debería hacer reflexionar a quienes ocupan los escaños de los muchos —demasiados— Parlamentos que hay en España, y en este sentido la falta de autocrítica de los políticos es un insulto con todas las letras. Uno de los atributos centrales de la democracia es que es cansada: democracia hay que hacerla día a día, no solo el día del paseo oficial; exige interacción y alerta (los totalitarismos son mucho más cómodos, se identifica quiénes y cuáles son los malos y los males y listo, uno solo tiene que agachar la cabeza. Los totalitarismos funcionan como las sectas, digamos que son sectas masivas.) Tras los saludables brotes de indignación ha venido la resaca del hastío, por la falta de resultados. El pueblo está cansado, y nuestro sistema de convivencia, a fin de cuentas lo primero que debería “rescatarse”, herido de gravedad.

(El Norte de Castilla, 31/5/2012)