La última novela de Daniel Pennac parte de una idea tan original como simple; Diario de un cuerpo narra la parábola vital de un hombre a través de las reflexiones que la observación de los cambios y los accidentes en su cuerpo le sugieren. No encontrará pues aquí el lector, como en los diarios al uso, digresiones o apuntes filosóficos —más o menos profundos— sobre la vida; tampoco anécdotas banales —más o menos divertidas— ni deseos inconfesables —más o menos crípticos—. Lo que el lector encontrará será carne, pelos, bíceps, humores, caries, sobacos, sudor, sangre y semen. Igual que cierto poeta exigió que el poema debería dar cosas, Diario de un cuerpo quiere darnos el relato vital de la materia que constituye a un hombre, sin intromisiones fastidiosas del espíritu ni el pensamiento, esos ángeles con tendencia a la dispersión. O esta, al menos, es la idea de partida.
Que no logra cuajar del todo, por la sencilla razón de que la separación absoluta entre cuerpo y mente es imposible. Dicotomía fundamentalmente occidental de la que nos valemos para simplificar y ahorrar tiempo, pero en resumidas cuentas falsa. Y el autor era consciente de ello al acometer el proyecto, pero como quien se empeña en trasladar agua en el cuenco de las manos en lugar de optar por la elección más segura del cubo, prefirió insistir en su idea; quizá justamente por eso, porque no era el camino más seguro y pese al fracaso indudable, lo cual sin duda es de aplaudir. Así, durante todo el diario el narrador contrapone este proyecto suyo de diario físico con el más habitual de >; sin embargo, ¿cabe imaginar algo más íntimo que el propio cuerpo? Quiere decirse que también se piensa con las manos y la espalda, y que resulta casi imposible no extrapolar un dolor de muelas a otros dolores de corte más metafísico.
El libro se estructura en siete partes más un prólogo y una suerte de coda; en el prólogo se nos informa de que el diario es el legado inesperado que el narrador hace a su hija, y del motivo de su inicio, a los doce años de edad. Conviene pues no olvidar el título y recalcar que se trata de un diario y no de unas memorias, de la vida en presente y no en retrospectiva, y que por tanto la voz que narra/escribe debería caminar al compás de la edad. No puede hablarse a los doce años como a los treinta y tres como a los cincuenta como a los setenta y dos. Por muy inteligente y pedante que sea un niño, chirrían al punto expresiones como que su estado de ánimo es >, que dixit>> o que su propósito es que el diario >. El reto que a uno le hubiera gustado es que la voz acompañase al cuerpo, que a los doce años al cuerpo sin pelo y enclenque le acompañase una voz límpida como el agua fresca, que acaso progresivamente se fuera complicando, según la vida iba llenando de experiencias —de palabras— ese cuerpo, para quizá con los años irse también desprendiendo progresivamente de ellas, reduciéndolas a lo esencial hasta que, con la ancianidad, la voz del abuelo se semejase a la del niño que fue, y el círculo de la vida cerrado. Esta pega, con todo, casi se olvida una vez el narrador alcanza la juventud, y es probable que el conjunto del relato adquiera así una mayor unidad. Además, las sorpresas que la edad va trayendo —el estirón adolescente, las inesperadas y tontas lágrimas pasados los cuarenta, las constelaciones de manchitas rojas a partir de los cincuenta, etc.— se sienten más inmediatas, más verdaderas al ser contadas por alguien que las acaba de sufrir/experimentar que no por alguien que narrase el recuerdo de la experiencia.
Lo apuntado no ha de inducir a que creer que nos hallamos ante un libro menor. Diario de un cuerpo es una lectura fascinante, y sus méritos muchos y varios, ante todos un sentido de la percepción poéticamente luminoso —un desfile de los bolcheviques es >, el fascismo en una imagen; su cuerpo le resulta >—. Asimismo, el narrador hace del humor un uso tan eficaz como medido y sorprendente; el humor recorre el diario como un venero subterráneo, estallando en géiseres de risa de tanto en tanto, muchas veces en situaciones físicamente extremas (la entrada en la que narra cómo el doctor le extirpa un pólipo nasal es hilarante); en este sentido, Diario… cuenta con algunos de los más depurados párrafos escatológicos que este reseñador haya leído, y que sin duda Joyce o Updike hubieran celebrado. Posee por último un oído verbal exquisito y un amor infinito por la palabra justa —verbigracia, la entrada en que describe la homonimia de la palabra >—. Se trata, en suma, del diario de un escritor, y de un escritor excelente, aunque la profesión alimentaria del narrador tenga relación directa, según se alude, con el mundo político-empresarial.
Por último, resulta casi inevitable hacer una lectura biológica del libro, aun sabiendo que se trata de un relato de ficción. Según se avanza por este itinerario de la carne, uno va recordando cómo era por entonces, a los diez, a los quince, a los veinte, llegando la curiosidad comparativa al máximo al alcanzar la edad del narrador, curiosidad que se transforma en crecientemente suspicaz y temerosa según va avanzando —>—. Bueno. Al final la Naturaleza terminará imponiéndose y el cuerpo será pasto de la tierra. Mientras tanto, no es mala manera de emplear el tiempo acudir a lecturas tan gratas como esta.
(La sombra del ciprés, 14/7/2012)