Tras la liquidación por un comando de la CIA de Osama, Obama habló de justicia. Empleó casi exactamente las mismas palabras que Bush once días después del 11-S, preguntado por si le gustaría ver muerto al demonio barbudo del turbante: “Lo quiero. Quiero justicia”. Así pues la imaginación, siquiera la imaginación política, de Obama y Bush no difieren en el fondo tanto: el country y el blues se arman ambos sobre escalas pentatónicas; antes que nada, los dos llevan las barras y las estrellas tatuadas en el cargo. Pero el de Bush no es, ni mucho menos, un apoyo aislado a la acción mediata de Obama; el personal se ha mostrado encantado con el asesinato, y los encendidos tertuleros de la radio no han dejado de repetir que no hay que cogérsela con papel de fumar, ni ser más papistas que el papa ni otros tópicos malolientes. Frente a ellos, hay que seguir afirmando el valor del derecho, de la libertad, de la igualdad esencial; seguir apostando por conservar las pocas herramientas que nos permiten todavía mantener la dignidad como seres humanos. La ley sin moral no es papel de fumar sino papel mojado.
Aparte la derrota ética y jurídica (suelen ir de la mano), considerar en el plano práctico que se ha descabezado al terrorismo islámico es una ingenuidad – una estupidez – política de primer orden. Con su muerte por talión súbito, Osama ha quedado, más aún por mor del silencio impuesto por Obama y compañía a imágenes y testimonios, como un mártir ante sus fanáticos, atrayendo a nuevos a la causa. Se ha inyectado así un chute de odio sin adulterar en la vena cava de todos los territorios con alto porcentaje musulmán-fundamentalista. No va a quedar como el terrorista que fue sino como un profeta elegido, y su mito engrandecido. Osama, como el Cid, no es imposible que gane más de una batalla después de muerto.
(El Norte de Castilla, 12/5/2011)