La muerte de Miliki ha venido, triste ironía, a coincidir casi con la semana en que en el mundo se recuerdan los derechos del niño. Bien, pues uno de los primeros derechos que todo niño tendría que poder ejercer es el derecho a la risa. La risa, como alguien tan obligadamente viajero como Miliki podría haber dicho, y a lo mejor lo hizo, es, igual que la música o el beso, uno de los pocos lenguajes universales con que cuenta el hombre, una vía de encuentro y un punto de contacto que iguala a quienes la comparten; la risa es sorpresa y es alivio, y la sorpresa y el alivio deberían ser parte fundamental de la dieta existencial de cualquiera, pero más de los niños, que habitan la sorpresa y el descubrimiento de forma natural, inconsciente, como habita el pez el agua o el árbol la tierra; con los años la vela del descubrimiento y la sorpresa se va apagando, y cuando se apaga nos podemos dar por muertos aunque nos queden aún muchos años biológicos por vivir, que no son vividos sino pasados. La pena es que hoy hasta los niños, muchos niños, no tienen motivos para reír, el juego o la broma no les encienden la risa, sobre todo porque no tienen tiempo para juegos o bromas. El llamado trabajo infantil es una contradicción de términos: el adjetivo anula al nombre; todo trabajo infantil es pues explotación, y las cifras, inverosímiles pero realísimas, están ahí, cualquiera puede consultarlas a golpe de clic. Hay millones de niños para quienes la infancia no es un paraíso perdido sino un infierno a perder, aunque casi todos solo consigan, perdiéndolo, ingresar en otro infierno con otra mecánica, con otras reglas, acaso más severo pues no contarán siquiera ante el explotador con el refugio de la compasión puntual por su corta edad. Miliki no dejó de entregar su vida a la risa del niño, y la mejor manera de honrarlo sería dar a estos niños sin risa la oportunidad de volver a reír.
(El Norte de Castilla, 22/11/2012)