Explotan imprevistos como tiros por la espalda. Quiebran el sueño con la falta de respeto de las ventas por teléfono. No tienen la verdad del grito ni el dolor del llanto, son atentados en miniatura que no demandan nada; tampoco lo proponen, ni reivindican: simplemente se tiran con la vaga intención de causar un daño gratuito, pero son tan inútiles que ni siquieran conceden el vil placer de presenciar ese potencial daño que producen. Existe un problema que no saben acotar ni formular, y el boom de su estallido es solo el lamento de su propia impotencia, una bandera sonora en el desierto que nadie atiende. ¡Eh, que te he agredido, hazme caso!, parecen exigir, pero solo consiguen un silencio aún más solitario que el silencio anterior al boom. La propia vacuidad del petardo queda demostrada en que el petardo tirado por puro hastío no difiere del tirado por rabia ni con pretensión de >. La prueba es que en cualquiera de los casos lo más que consiguen es el deseo de tirar otro petardo, que solo, si acaso, generará más ansiedad en quien lo tiró, más rabia y frustración.
El petardo es la metáfora callejera y directa del teledebate. Las ruedas de las así llamadas tertulias son la puesta en escena del petardo como forma de expresión. El intercambio verbal no es sino un duelo por ver quién tira el petardo más gordo; no importa el tema a tratar ni lo dicho, y en última instancia tampoco qué petardo era el más gordo, porque acto seguido otro tirará un nuevo petardo que ahogará el duelo anterior. El dedazo agresor que acompaña al petardo verbal es un petardo gestual, y el sms que el espectador manda en directo y no dura en pantalla más de un parpadeo, un petardo desde la confortable retaguardia. Los cortes publicitarios son una sucesión de petardos mentirosos con un mensaje único —adquiera el producto y será más feliz—, y cuando el petardeo ha terminado, ¿qué nos queda?
Y qué importa, mientras nos queden más petardos.
(El Norte de Castilla, 3/1/2013)