La mañana de Reyes nos devuelve, lo queramos o no, hayamos incluso adoptado ahora el papel de Melchor y no el de receptores, a la infancia. La memoria arraigada en la infancia termina aflorando con los catalizadores menos esperados, y a veces también con los, de tan esperados, adormecidos. La noche/mañana de Reyes es uno de estos catalizadores adormecidos por la rutina del calendario, pero, como en el caso de los menos esperados, el resultado es el mismo: el brote sorprendente.

Pero el brote de la memoria infantil, es decir la posesión por el niño que fuimos del adulto que somos, no nos puede hacer olvidar que al fin y al cabo la montaña de regalos es solo un espejismo material, valga la contradicción, derivada de la dictadura del calendario. La rutina, incluso la rutina de periodicidad anual, hace que el brote termine perdiendo brillo. El regalo obligado es menos regalo que el regalo traído por el azar de un escaparate. Hay quien considera que ceder a la tentación del azar es abandonarse al capricho, y que al capricho hay que castrarlo como se castra al pecado. No entienden o no quieren entender que en el capricho hay una raíz de deseo genuino, de genuina alegría, y el que nos regalen algo en un día de diario cualquiera supone la confirmación de que en verdad le importamos a quien nos ha hecho el regalo, que el regalo es libre y no obligado, un acto cierto de amor. No quiere esto decir que no lo sean los traídos por las fechas en rojo, pero en estos late siempre una suerte de obligación, de temor al reproche —reproche ajeno y también propio— en caso de no cumplirla.

Al final todo se reduce a la creación de ilusión, de una sensación transitoria de felicidad que, con suerte, se prolongará cuando el regalo se utilice, si es que llega a utilizarse. Y el regalo que uno no espera siempre hace ilusión, incluso si no gusta especialmente. El deseo florece y la posesión marchita; con el regalo inesperado la posesión hace nacer el deseo.