Más allá de su infame realidad de muerte, Guantánamo, esa pesadilla de alambre y mutismo, es materia abonada para la lectura metafórica o simbólica: Guantánamo como un Auschwitz del siglo XXI; Guantánamo como ataúd de Montesquieu y Beccaria; Guantánamo como monumento de papel mojado a la inoperatividad del derecho internacional; Guantánamo como insólito Estado dual, a la vez virtual y fáctico. Y también como cementerio de sueños nobles. Obama, como el otro, tenía un sueño: cerrar para siempre las puertas de este penal sin derecho penal, de este museo del horror heredado. Y así prometió que esa sería su primera acción una vez ocupase el puesto de Comandante en Jefe, creyendo acaso ingenuamente que la inercia de la historia y la presión soterrada de los poderes fácticos pueden detenerse por la voluntad de un hombre solo. Yes, we can; Yes, I can. Hasta cierto punto, como estos años le han demostrado.
Guantánamo pues se erige como el mayor símbolo de la esencial incapacidad del ciudadano ante los problemas que se le plantean, incluido al ciudadano formalmente más poderoso del mundo. Igual que muchos de los detenidos en Guantánamo se encuentran inermes, kafkianamente desorientados por una detención sin cargos, o por el único cargo de llevar una barba tupida, negra y rizada, el ciudadano no sabe qué puede hacer para cambiar las afrentas que sufre, siquiera alguna; lo único que sabe con certeza es que se le esconden más cosas de las que se le dicen. Hay quien todavía cree en la ilusión del voto, pero el voto solo es una ficción para calmar temporalmente sus posibles ansias de protesta, de cambio real. Frente a ciertas situaciones lo único que queda es, si no resignarse, sí saber que el éxito, de ocurrir, se deberá no a un fruto de la iniciativa propia sino a algún agente superior, oculto, al que no le importamos y que se nos escapa, y que igualmente hubiera podido fallar en nuestra contra, como suele.
(El Norte de Castilla, 28/4/2011)