No fue hasta el despuntar del siglo XX que los antiguos habitantes de Olimpia pudieron reencarnarse. Todavía hoy, lo más cerca que tenemos los mortales del montón de vislumbrar la divinidad no se halla en los productos del arte ―con excepción de la música, pero el vislumbre de la música es más polisémico, menos específico― sino en la batalla deportiva. Lo más cerca que estaremos nunca de Neptuno es viendo nadar a Phelps. Y del abanico de deportistas que aspiraban al título de dios, ninguno lo ha alcanzado con la unanimidad con que Michael Jordan, desde que Larry Bird lo bautizase como tal. La unanimidad en el caso de Jordan resulta si cabe más extraordinaria por tratarse de un dios en un juego de equipo, donde la jerarquización resulta mucho más flexible que en uno individual, al influir una serie de factores no mensurables que en las pruebas individuales no se dan (al fin y al cabo, el mejor corredor es el que llega primero a la meta). También suele la unanimidad ser aburrida, pero ver jugar a Jordan no aburría a nadie, y hasta los legos en los rudimentos del baloncesto eran capaces de percibir la divinidad en el hombre.
Si es infrecuente una divinidad tan palpable y extendida, más lo es renunciar en el auge del fulgor divino. Jordan lo hizo por una promesa al padre, y ese ínterin en el que cambió la cancha de parqué por el diamante de tierra del béisbol sirvió para recordarnos la humanidad en el dios. Transitoriamente. Solo los más grandes son capaces de retomar la cúspide tras un parón, y el primer regreso al parqué significó la consagración definitiva. El segundo fue un recuerdo más severo que el del primer abandono: fue quizá un acto de soberbia contra la Naturaleza, una apuesta perdida desde el comienzo que sin embargo el dios-hombre se empeñó en hacer, aun sabiendo íntimamente la imposibilidad de ganarla. Hoy Jordan ha cumplido medio siglo y ha engordado. El problema con los dioses es que tampoco escapan al tiempo.
(El Norte de Castilla, 21/2/2013)