Ha sido sentenciado a 24 años de cárcel el soldado – pero él deshonra el término – Jeremy Morlock, integrante junto a otros cuatro camaradas de muerte de un escuadrón ocioso y arbitrario que asesinó a tres civiles afganos y enmascaró el asesinato como un deber militar frente a insurgentes. Por supuesto, se tomaron fotos de la hazaña: ya que uno se pone manos a la faena, por lo menos presumir después del logro. Morlock ha regateado la condena perpetua por la denuncia del plan.
Y plan es la palabra clave. No ha sido una zozobra metafísica la que les ha llevado a la ideación y ejecución del acto. En el germen del mismo los cinco de la muerte no se plantearon qué se sentiría al tener la capacidad de disponer de las vidas de los otros como quien apaga una vela de un soplido – esto es, de sentirse Dios. Tampoco se trata de psicópatas golosos del sufrimiento ajeno, seguro no disfrutaron más que lo que lo hubieran hecho con un sudoroso y embarrado partido de rugby. Lo único que buscaban era una manera de sacudirse el tedio, los disparos digitales a puntitos verdes en una pantalla no habían saciado la necesidad de fuego que la guerra prometía y había que sentir algo como fuese. Una manera extrema de despertar, cierto, pero es que la necesidad extrema demanda medidas extremas.
Hace más o menos un año que por aquí conocíamos una nueva modalidad de balompié en la que los jugadores utilizaron por balón una gallina. Esencialmente no hay diferencia entre la conducta de los paisanos del fútbol-gallina y la de los marines pistoleros. Ambas son un intento a escapar del vacío del tedio, cuyo éxtasis es la muerte, propia o ajena. Solo que después del vértigo de la muerte, la resaca es mayor, y el vacío se torna angustia, culpabilidad, confesión. Ambas conductas son ejemplo de la banalidad del mal hoy. Judíos, gallinas o afganos, tanto da: el hombre sigue siendo el extranjero de sí mismo, capaz de matar porque la mañana se había levantado de bochorno.
(El Norte de Castilla, 31/3/2011)