El piropo pasa por horas bajas. Ya casi nadie piropea, y los que todavía lo hacen, cada vez con más miedo, no les vayan a responder con un spray de pimienta en los ojos. Entre la corrección política aplicada al lenguaje, que lingüísticamente rara vez es correcta, el vocabulario/sms que manejamos, cada día más yermo, y la natural incertidumbre al tratar de establecer un acto comunicativo con un semejante, el piropo ha dejado de practicarse, y como cualquier otra cosa que no se practica, terminará desapareciendo.
Y sería una pena. Porque no estamos hablando aquí del exabrupto de trazo grueso, del comentario chusco o soez que solo pretende sacarle los colores a la diana del piropo, pero no alegrarle la mañana. El exabrupto es al piropo lo que el tortazo a la caricia, y como los tortazos, suele emitirse desde una posición de dominación, coactiva, generalmente acompañado por un corro que corea. El exabrupto ni tiene gracia – o solo se la hace a quien lo escupe – ni muestra respeto, y gracia y respeto son las cualidades básicas de un buen piropo. Quien piropea no espera nada a cambio fuera de arrancar una sonrisa, pues ya lo ha recibido: ha recibido la sorpresa de la belleza, y a través del piropo es como da las gracias al azar, con una muestra de afecto espontáneo e ingenioso con que saludarlo, con un rizo generoso del idioma. Y ahí se agota, en su mismo ejercicio; no busca ni obtener el codazo cómplice del compadre ni prolongar el encuentro. Liviano y fugaz, no tiene nada de pegajoso, nada de italiano (con perdón).
Los matices lo son todo, en el arte como en la vida, y piropear es un arte que hoy ya nos resulta arcaico, inútil, un poco como ceder el asiento en el autobús a la abuela cargada con las bolsas de la compra. Ante esta agonía irreversible, quizá fuera mejor que nos ahorráramos todos prolongarle el tormento y prohibiesen cuanto antes el piropo por decreto-ley.
(El Norte de Castilla, 24/3/2011)