Fue gracias a la voluntad de Jorge Álvarez, presidente de la Academia de las Artes y las Ciencias Radiofónicas de España, que la Unesco concedió un día del calendario a la celebración de la radio. Difícilmente cabe imaginar una mejor justificación para un día mundial. La radio es a la comunicación lo que el aire a los pulmones; la radio es compañía y es alerta, es compañera de viaje y de cama, despertador y copiloto ideal. Se habla mucho de la adicción a internet y a la televisión, pero no hay medio más adictivo que la radio —el adicto a la radio lo es de por vida—, con una diferencia: la adicción a la radio no es compulsiva sino templada, aparte de más saludable. El oyente de radio paladea las palabras, se envuelve en la vibración de la voz y establece una conexión mucho más íntima con el presentador y los posibles invitados, con los contenidos. A diferencia de la televisión, con la que el espectador es mero frontón pasivo, la radio exige que uno ponga de su parte si quiere enterarse de algo, y lo ponemos con gusto, en no poca medida porque los programas de radio están infinitamente más trabajados, a veces hasta el mimo, que los de televisión, donde no es que valga todo sino que lo que más parece valer es lo más zafio. Y a diferencia del navegante lúdico de internet, uno no se ve desbordado por el mar de posibilidades paralizantes que se abren ante él, y que al final rara vez lo llevan a algún lado.
Con la eclosión de la red hubo quien vaticinó la muerte de la radio. Creo por contra que es el medio/arte que mejor ha sabido adaptarse a la realidad digital, y que internet ha ayudado a difundir la radio, la mejor radio. El problema, claro, sigue siendo económico: si el abaratamiento que suponen los podcast terminará matando los sueldos y con ello las cadenas. Esperemos no llegue a ocurrir. Resultaría un panorama tan desolador como tras la ‘Guerra de los Mundos’, solo que sin la voz shakespeariana de Orson Welles para contarlo.
(El Norte de Castilla, 13/2/2014)