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Eduardo Roldán

ENFASEREM

Los Andes, capital Tudela

O La Coruña, o Tarragona, o Algeciras o Nápoles o Rotterdam. O cualquiera de las fosas nasales en forma de puerto por las que la Península y Europa se abastecen de la mercancía más codiciada en lavabos de afters y fiestas privadas, en espejos de mano donde no mirarse, donde buscarse no en el reflejo del cristal sino en el subidón del polvo blanco. La pasada semana el titular cayó en Tudela, sí, pero igual podía haber caído en cualquiera de las localidades mencionadas o en otras. Los 55 kilos de coca incautados pueden sonar rotundos tras la primera, ávida lectura; pero representan sólo la cima de un iceberg mucho más profundo y en nada anecdótico.

Estos 55 kilos blancos no eran sino acciones en polvo por valor de más de 7 millones de euros en el mercado de esquinas y bares, según la tasación policial. El dinero no conoce de fronteras y sus disfraces aun menos, y la subterránea y mundial situación presente tiene su origen ahí, como tantas cosas. Dicho de otro modo, los mayores defensores de la legislación actual son los propios traficantes, que ven cómo sus cuentas corrientes no dejan de engordar, igual que son los nacionalistas más acérrimos quienes desean que las cosas sigan como están – según denuncia Félix de Azúa en su último artículo -, pues en una hipotética independencia no podrían disfrutar ni de lejos de los privilegios que hoy poseen.

Poco ha cambiado el cuadro en casi cien años. Al Capone cimentó su fortuna moviendo camiones de ginebra y whisky de Las Vegas a Chicago, bendita Ley Seca, y en esas seguimos; no sólo el modus operandi y las estructuras organizativas siguen en esencia iguales, también la casi nula eficacia de la ley permanece similar. Como en los felices 20, en que cualquiera podía destilar licor casero en la bañera de su madre (y así salía, que muchos se quedaban en el sitio tras el primer trago), hoy los paraísos artificiales siguen al alcance de todo aquél con algo de suelto en el bolsillo. Y tal vez se deba empezar por ahí, por el último eslabón de la cadena, que es a la vez el motor de todo el tinglado.

Si droga siempre va haber, si siempre va a haber demanda, y mientras la legislación vigente se mantenga va a seguir habiendo mafias proveedoras – estas tres premisas nadie las niega -, ¿por qué ningún gobierno se plantea seriamente un cambio de enfoque? Demos por supuesto que no existen intereses solapados. Entonces se concluye que el motivo único ha de ser el miedo a la reacción de los propios ciudadanos, que se darían al vicio sin recato. Pero la tutela estatal, también la sanitaria, debería configurarse a partir del núcleo irreductible de la libertad de los sujetos a su cargo. Libertad que incluye el derecho a hacerse daño a uno mismo siempre que se circunscriba a ese ámbito estricto, al de uno solo (en este sentido, preferiría tener un vecino adicto y silencioso que un vecino voceón, como de hecho tengo). El derecho a la vida, como cualquier otro, nos guste o no, conlleva ínsito la posibilidad de no ejercerlo, bien de golpe – suicidio -, bien poco a poco, metódica, dosificadamente.

Tampoco queda claro ese supuesto estallido de nuevas adicciones si se adoptase otra vía distinta de la exclusivamente policial. Al principio casi seguro se incrementarían las pruebas y los enganches, pero una vez pasada la etapa inicial el consumo poslegalización tendería casi con seguridad a estabilizarse en los niveles de hoy. Sólo que sin mafias de oro ni otra miseria que la personal de la adicción de cada uno.

(El Norte de Castilla, noviembre de 2007)

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Sobre el autor

Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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